Aguirre: novio del mundo
A pesar de que los españoles pasamos por ser un pueblo desenfadado y con cierta tendencia a la impudicia, nuestra literatura no es pródiga, como la anglosajona, en buenas biografías o memorias, de esas en las que el personaje queda al desnudo, con sus virtudes, pero también con sus miserias. Aquí, al contrario de lo que ocurre fuera, este género literario ha adolecido de ambición y sinceridad, y ha lucido muchas veces un marcado tono hagiográfico e intrascendente.
Esta tendencia es fruto, quizá, de la trivialización que, por la vía del edulcoramiento, vive el pasado en este país. No hay más que ir a las revisiones del franquismo o de la transición de series de televisión como Cuéntame para entender de qué hablamos. En cualquier caso, hay notables excepciones. Se me ocurre la estupenda y descarnada trilogía que se dedicó a si mismo el periodista y novelista Jesús Pardo (Autorretrato sin retoques, Memorias de memoria y Borrón y cuenta vieja).
La indagación del escritor Manuel Vicent en la figura del polifacético Jesús Aguirre, cura de la progresía en el Madrid de los años 60 que tuvo tiempo para hacerse editor de Walter Benjamin y de la Escuela de Frankfurt y que acabó convertido en el decimoctavo Duque de Alba, afortunadamente huye del tono hagiográfico y complaciente tan frecuente en el género. Vicent se aventura con un relato hasta cierto punto esperpéntico que nos descubre a un ser escurridizo, acomplejado (nunca llegó a superar del todo su condición de bastardo) y que puso siempre su brillante inteligencia al servicio de sus intereses y de su anhelo más íntimo e inconfesado, el de medrar.
Para muestra un botón: cuando entró por la puerta grande de la aristocracia gracias a su matrimonio con Cayetana Fitz-James Stuart, todos los intelectuales que lo trataban (el mismo Vicent, Benet o García Hortelano) pensaron que a ellos también se les abrirían las puertas del Palacio de Liria, residencia de la noble casa en la capital de España, o del Palacio de las Dueñas, la propiedad sevillana de los Alba. Sin embargo, Aguirre, rompiendo antiguas adhesiones y desmarcándose de su vieja troupe, adoptó aires de cortesano y cerró el castillo a cal y canto a sus amistades de siempre.
Vicent aplica una lente deformante que no sólo le sirve para subrayar las contradicciones del personaje, sino de la época que le tocó vivir, desde su infancia provinciana a sus años de editor en Taurus, pasando por su época de cura rebelde admirador de Enrique Ruano y de teólogo en Alemania y organizador, de paso, del contubernio de Munich. Cientos de nombres de políticos e intelectuales de todos los colores transitan por las páginas de Aguirre, el magnífico, una obra que pone en su sitio a todos los santos barones de la España del franquismo y de la transición.
En menoscabo del libro hay que decir que, con cierta frecuencia, Vicent recurre a clichés para dar textura a eso que él llama “el retablo ibérico”, esa España todavía miserable y desarrollista que también ha abordado desde parecida perspectiva el cine de Bigas Luna. En cualquier caso, estamos ante una lectura recomendable para entender un país que se fue para no volver, pero del que quedan muchas brasas humeantes.
Aguirre, el magnífico
Manuel Vicent
Editorial Alfaguara
Madrid, 2011
256 páginas
18,50 euros (papel); 12,99 euros (e-book)
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