miércoles, 18 de mayo de 2011

Cristino de Vera: en el límite



En un mundo donde el arte se cocina en restaurantes con estrellas Michelín o en las lujosas pasarelas de la moda internacional, la figura de Cristino de Vera (1931) no puede pasar desapercibida, a pesar de que llega desde una región lejana y desatendida. Uno está acostumbrado a que, vaya donde vaya, siempre se va a encontrar con alguien dispuesto a venderle humo, alguien que dice más que hace o que habla más que piensa. Es el vocerío ambiental, estimulado por los medios de comunicación y los intereses del dinero.

La vida y obra del pintor Cristino de Vera nos proponen un feliz contrapunto a tanto simulacro y tanta insensatez indiscutida. “No será el silencio total la mayor armonía?”, se preguntaba hace unos meses, en una noche inesperadamente gélida, ante un reducido grupo de seguidores en el Espacio Canarias de Madrid. El paso del tiempo, el dolor, la muerte, el misterio… Son los temas de su vida y sus cuadros, siempre abordados con una austeridad que no transige y desde un terreno fronterizo, más allá de las modas y los focos.  No en vano, la obra de Cristino, de cocción lenta y fruto de una misma mirada impenitente traída de sus viajes por Oriente, siempre ha buscado más los espacios silenciosos de las iglesias que el brillo metálico de las galerías de arte.

Ese ser angustiado que desde niño vivió subyugado por la conciencia de la muerte es el que, con trazo fino, ha ido hilando una obra que desnuda el tiempo y la vida y los proyecta sobre el infinito. Una vela encendida que se yergue como un ciprés, un cráneo de perfectas curvaturas, una lápida en un cementerio desierto. Son los elementos, sencillos y humildes, que sirven a este místico (¿cristiano? ¿oriental?) para enfrentarnos al misterio que es vivir. A veces su pintura, siguiendo la estela de Mark Rothko, se construye yuxtaponiendo planos de color. Otras nos recuerda la sobriedad escénica de Zurbarán.

Como él reconocía en el largo y divertido monólogo del Espacio Canarias de Madrid, desde niño fue un aprensivo. Le costó participar en la alegría de correr y saltar de los demás niños en aquel Tenerife de la inmediata posguerra. La reclusión en un manicomio de dos tíos le llevaron inevitablemente a la melancolía. Sin embargo, esa angustia –“vamos muriendo poco a poco”-, la conciencia del dolor y la incertidumbre –“vivir es un misterio, ¿ha sabido uno vivir?”- son los engranajes de una incontestable lucidez: “En el laberinto circular de la existencia todos acabamos siendo invisibles”.

Cristino, que en Madrid, en una noche gélida de marzo, cogió carrerilla y habló de Bergman, de Malraux, de Weil, de Valente, de Groucho Marx…, niega esa idea moderna del progreso ético en el hombre y sugiere, en cambio, enseñar a nuestros hijos el sentido del límite, “hacer pedagogía de nuestra finitud”. Porque somos necesariamente pequeños y estamos condenados a repetir nuestros errores. Su pintura, como hizo Dreyer en La palabra, materializa la muerte y le quita ese halo de punto sin retorno. “La muerte es una cosa preciosa; no entiendo por qué nos aterra”. La palabra y la obra de Cristino, en un mundo abotargado por lo efímero, es una luz necesaria. En fin, un valioso contrapunto, humilde y sincero, en un mundo que se ahoga en ruido.



Al silencio, Cristino de Vera
Director: Miguel G. Morales
Año de producción: 2005
Duración: 50 minutos 

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