Mi primer encuentro con la pintura de Manolo Millares tuvo lugar en Madrid en 1992. Aquel año, el Museo Reina Sofía organizó por todo lo alto una exposición con obras de madurez del artista traídas de todo el mundo. Hacía 20 años que el pintor había muerto, pero su fama, cimentada en esas series de cuadros desoladores y esenciales creados a base de arpillera y una escala cromática bastante básica, ya era universal.
Lo que sucedió en Madrid en aquel invierno fue una reivindicación del gran Millares, el que a finales de los años 50 iba a ponerse al frente de la vanguardia estética en España con la creación del grupo El Paso y más tarde explora las posibilidades del expresionismo abstracto. Es el Millares que se fotografía en alpargatas y que esconde su expresión tras una barba de ermitaño y un sombrero de paja, una figura -a mí particularmente me recuerda a Omero Antonutti en El Sur- en plena sintonía con una obra que se inspira en lo primitivo, en la arqueología de las momias o cerámicas guanches.
Sin embargo, hasta llegar ahí, Millares dio muchas vueltas (vitales y artísticas). De eso precisamente da buena cuenta el documental que entre 2004 y 2005 rodó su sobrino Juan Millares Alonso, que toma como base las notas autobiográficas que el pintor fue plasmando en unos cuadernos de contabilidad ya al final de su vida. Los cuadernos de contabilidad de Manolo Millares– a los que pone voz su hija Eva- nos descubren a un Millares dotado también para la palabra.
Son unas memorias solventes y (novedad por estos pagos) nada indulgentes consigo mismo y con la familia. De hecho, Juan Millares Alonso tuvo que andar con pies de plomo a la hora de seleccionar los recuerdos, por si alguien podía sentirse ofendido, y aún así la cinta provocó algún enfrentamiento. Aunque sin llegar a la sangría emocional y al patetismo que transmite El desencanto de los Panero, el documental también escarba en las heridas y desencuentros de una familia de burgueses ilustrados cuya paz se ve de repente alterada por la Guerra Civil.
Y lo hace desde la polifonía. Su hermano José María, sus hermanas, su amigo de siempre Martín Chirino, su viuda Elvireta Escobio… Son muchos los que aportan su testimonio. La infancia en la Playa de las Canteras (“una orilla de mar siempre sobre mis ojos”), el primer amor, el inopinado destierro y la felicidad de la familia en Lanzarote del 36 al 38, el hambre de la posguerra, los problemas con la Falange , el tedio abortado de una vida de oficinista, los coqueteos con el impresionismo y el surrealismo, la precariedad de los primeros años en Madrid… En Los cuadernos de contabilidad tenemos el ADN de Manolo Millares, un hombre que, como contaba su viuda hace poco, siempre se tomó la vida muy en serio: “Sabía que iba a morirse pronto y no tenía tiempo para tonterías”.
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