Sorprende el bullicio, más propio de un aeropuerto en hora punta que de un museo, que inunda, en un mediodía de finales de julio, las salas que acogen las obras Antonio López en el Thyssen-Bornemisza de Madrid. Sin embargo, a pesar de las aglomeraciones, uno tarda muy poco en quedar cautivado por la mirada demorada y limpia, pero también inacabada del artista. Y es que la gracia de esta retrospectiva, todo un hito si se tiene en cuenta que la última vez que se vieron en España tantas obras juntas del pintor fue en 1993, es que nos da la oportunidad de entrar en el taller del esquivo y monacal Antonio López.
No estamos ante la obra acabada y cerrada de un artista que ya lo ha dicho todo. Estamos, por el contrario, ante eso tan posmoderno y cibernético del work-in-progress. Uno se encuentra ante cuadros sin terminar, surcados de marcas y líneas de horizonte trazadas a lápiz que siguen al descubierto, esperando a que el pintor se decida algún día a volver sobre ellas y rematar lo que comenzó tantos años antes. En el Thyssen, uno tiene la impresión de zambullirse en ese espacio íntimo de trabajo y se imagina a López fijando los pies en el suelo, frente al caballete, y alzando la mirada ante el horizonte, tranzando las líneas imaginarias con las que parcelar la vista.
Esa misma sensación de que nos inmiscuimos por un momento en el lugar de trabajo del artista y casi tocamos las herramientas con las que compone su obra la he tenido recientemente con la lectura de Verano, de Coetzee, o de El primer hombre, de Camus, aunque en el primer caso, el efecto es buscado, y, en el segundo, fue producto de las circunstancias.
Siempre pensé que en El sol del membrillo, la película en la que Víctor Erice inmortalizó el trabajo concienzudo, casi obsesivo, de Antonio López, la posibilidad de que el cuadro quedara inacabado por el empeño frustrado de reflejar la luz de otoño sobre la fruta madura era una exigencia del guión, una demanda de la intriga cinematográfica. Sin embargo, contemplando los cuadros del pintor en las salas abarrotadas del Thyssen, uno se da cuenta de que esa exigencia venía del propio pintor, incapaz de asegurar nunca que llevará a término su idea inicial. En los últimos 30 años, este hombre ha empezado cientos de obras que hoy yacen en su estudio, porque empezar, como él dice, no cuesta, es después cuando vienen los problemas, al “entrar en un laberinto complicadísimo”.
Su pintura es eternamente tentativa. Sus lienzos (por lo menos los de las tres últimas décadas) son siempre un ensayo de una obra que no acaba de llegar, que siempre está en producción. La vista de Vallecas desde la torre de bomberos, un enorme lienzo que el pintor fue ampliando sobre la marcha y que tardó 16 años en culminar, viene precedido de toda una serie de ensayos, de la línea del horizonte, del cielo, del enjambre de edificios que se acumulan en la parte central… Uno se pregunta qué le pasa a Antonio López por la cabeza cuando está ante esa fabulosa vista, vertebrada por cientos o miles de puntos de referencia y cargada de infinitos detalles que quizá nunca serán llevados al lienzo en su integridad.
López es un artista de la luz. Busca con ahínco esos rayos mañaneros de primeros de julio sobre las fachadas de la Gran Vía madrileña, los del sol de otoño sobre el membrillo cinematográfico, o la canícula agosteña en su vista del sur de Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas. Precisamente, esa luz esquiva de las mañanas de verano o de la puesta de sol sobre la muralla de edificios de la Plaza de España o sobre la Avenida de América desde Torres Blancas es la que hace que la obra de Antonio López sea una aventura de siempre dudoso resultado.
Aunque a primera vista se puede decir que es el pintor de Madrid, su pintura va más allá del costumbrismo; su tema es la modernidad urbana vista con una cierta melancolía. Esos paisajes abigarrados, pero sordos y desiertos, de una ciudad que se extiende más allá del cuadro recuerdan a Hooper. Los habitantes expulsados de esa ciudad bañada por el sol de la mañana o del mediodía somos nosotros, que tantas veces hemos transitado sus calles. Uno no puede dejar de buscarse en esa ciudad achantada por la perspectiva. Como también se busca al contemplar esa nevera que, en sus cajones, guarda la margarina de la infancia.
La exposición, que reúne 130 cuadros cuadros, también muestra al Antonio López previo a esa etapa de paisajes urbanos que inauguró la vista de los acantilados de La Gran Vía de Madrid y que le ha convertido en un artista cotizadísimo. Al contrario de lo que sucede en su madurez, donde casi todo queda inacabado, a la espera de un añadido revelador o del abandono definitivo, los cuadros del López veinteañero sí tienen principio y fin. La mirada austera de sus últimas obras desaparece y sus lienzos, más intencionados y deudores de un cierto costumbrismo, se llenan de color. Son los años en que retrata a sus padres y a los amigos inspirándose en la perspectiva de las fotografías de estudio, esas donde las miradas adoptaban la gravedad y la elegancia que solo dan los acontecimientos extraordinarios.
También acoge la exposición del Thyssen los coqueteos del pintor con el realismo, un realismo áspero con el que, ya en la década de los 60, empieza a encontrar su lenguaje. Es una época de despojamiento en todos los sentidos. Pinta a lápiz y sobre papel y vuelve su vista a los paisajes más íntimos. Sin embargo, en esas habitaciones destartaladas que rescata su vista ya se hace palpable la obsesión por la luz que le iba a marcar después.
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