El consumo es casi tan vital como el aire que respiramos y, sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en sus manifestaciones y en cómo nos afecta individual y socialmente. Resulta sospechoso que un tema tan central no llegue a entrar en la agenda de los medios de comunicación o de los partidos políticos, tan dados, por otro lado, a encumbrar las cuestiones más intrascendentes con tal de atraer a la audiencia o de satisfacer las aspiraciones de su clientela. Es paradójico, por ejemplo, que la iglesia no tenga el consumo entre ceja y ceja, toda vez que hoy, como propuesta de sentido, ha ganado por goleada a cualquier cosmovisión tradicional.
Porque cabe hacerse una pregunta: ¿No es el individualismo hedonista que fomenta la sociedad de consumo, y no una política a favor de los derechos de gays y lesbianas, la verdadera bestia negra de la familia? La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo (Anagrama), de Gilles Lipovetsky, una de las estrellas de la sociología francesa, es una excelente oportunidad para profundizar en la cuestión. Hay que advertir que el trabajo de Lipovestky no satisfará a los catastrofistas que consideran el consumo la fuente de todos los males. Olvídense de una crítica visceral al consumismo (de hecho el autor se cuida de no utilizar este término).
Lipovestky empieza su largo volumen asegurando que el homo consumericus ha entrado en su tercera etapa. Ya no es, como en los años sesenta o setenta, la obsesión por el standing o la distinción lo que nos mueve a adquirir bienes. El consumo como ostentación, como vía para situarnos en la jerarquía social, ha pasado a mejor vida. La democratización de los bienes en las sociedades desarrolladas (hoy casi todo el mundo tiene televisión y una casa llena de electrodomésticos) han convertido el acto de consumir en algo más imprevisible. No es tanto un reflejo de lo que los demás esperan de uno, sino una proyección de nuestras inquietudes y decisiones más personales.
El hiperconsumidor new age se ha vuelto sobre sí mismo. Aunque se pueda discutir a Lipovetsky la intensidad del proceso, las motivaciones privadas reinan sobre el objetivo de la distinción. “El consumo se organiza cada día un poco más en función de objetivos, gustos y criterios individuales” (pág. 36). Al hiperconsumidor le importa menos lo que piensen lo demás y está más pendiente su propio bienestar físico y espiritual.
Lipovestky ve bien el cambio de tercio, pero detecta algunas de las paradojas. Y es que estamos en una sociedad que, por un lado, fomenta el hedonismo, el narcisismo y los estados de euforia y, por otro, no puede evitar la sensación de vértigo ante un tiempo que se nos escapa, la ansiedad, la decepción o el fracaso en las relaciones personales. El autor no ahorra en ejemplos que nos ilustran este sinsentido. Dos bastarán. Lo moderno conlleva una preocupación creciente por la salud, lo que está dando lugar a una sociedad hipermedicalizada. Aparte de dejarnos la vida en la cinta del gimnasio, cada vez vemos más al médico y tomamos más cócteles multivitamínicos. Nos hemos transformado, según Lipovetsky, en hipocondriacos con buena salud.
También están en franca expansión los alimentos sanos: bio, probióticos, light… Lo que Lipovetsky llama “epicureismo gargantuesco” definitivamente ha pasado de moda. Más que llenar la tripa, como en el pasado, la cocina debe proporcionar hoy un plus de salud, pero también de experiencia y placer. Debe emocionarnos y trasladarnos (Ratatouille y Ferrá Adriá son hijos de la misma posmodernidad). Lo peor es que todo esto ocurre a la vez que prolifera la glotonería producida por la ansiedad, el estrés o la soledad.
El autor de La era del vacío no duda, pues, de los efectos desestructuradores y deprimentes de la sociedad de consumo, sin embargo, no se regodea en el fango del nihilismo. Por el contrario, ve indicios de que se cocina algo distinto, de que muchos buscan sentido más allá de las ilusiones que da el consumo. Y es que a la par que estamos en un momento de individualización extrema, donde se imponen el egoismo, la ambición o la delincuencia económica y financiera, también se da, como compensación, una eclosión de principios morales “disidentes” que nos llevan a enaltecer el trabajo bien hecho y la creación personal, que nos hacen más solidarios con las víctimas de catástrofes y que prefiramos el “comercio justo” a la voracidad de las grandes superficies. Por no hablar de la búsqueda de nuevos horizontes espirituales en los movimientos religiosos de nuevo cuño.
Lipovetsky cree que la superación de la sociedad de hiperconsumo llegará por la vía lenta de la educación (no dice si en la escuela, en la familia o en la sociedad civil). De esta manera pone terreno de por medio con los apocalípticos. “La crítica no debe fijarse tanto en la espiral de las necesidades comerciales como en las instituciones de base, encargadas idealmente de montar a los individuos, de formarlos y pertrecharlos con los útiles necesarios para pensar, obrar y perfeccionarse” (pág. 351). Lipovetsky está convencido de que existen reservas espirituales para dar a luz lo que el llama el “poshiperconsumo” y acabar con las paradojas a las que da lugar. “Llegará el día en que la búsqueda de la felicidad en el consumo no tendrá el mismo poder de atracción, la misma positividad: la búsqueda de la autorrealización acabará por desviarse del camino sin fin de los placeres del consumo” (pág. 353).
La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo
Gilles Lipovetsky
399 páginas
Editorial Anagrama
Barcelona, octubre 2007
Precio: 20 euros
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