Nadie puede negar que Internet ha puesto en nuestras manos un caudal de información y de datos desconocido. Hay estudios que dicen que hoy consumimos el triple de información que en 1960. Somos capaces de “peinar” este océano de datos con cierta soltura y a la vez que hacemos otras cosas. En fin, que nos hemos hecho unos magos del multitarea. Podemos “leer” una página de Internet casi de un vistazo, y eso al tiempo que atendemos las alarmas y las actualizaciones del correo electrónico, las redes sociales o la mensajería instantánea, o incluso respondemos al móvil o al Whatsapp.
Sin embargo, es probable que tanta hiperactividad tenga sus contraindicaciones. A nivel popular, el debate lo inaugura en 2008 el periodista y divulgador Nicholas Carr con la publicación del artículo Is Google making us stupid? (¿Google nos vuelve estúpidos?) en la prestigiosa The Atlantic. En un breve escrito, Carr se quejaba, muy en primera persona, de que Internet le estaba robando la capacidad para concentrarse y profundizar en un tema. El autor reconocía cómo cada vez le costaba más concentrarse en la lectura de un libro a causa de las dinámicas que impone la Red. Carr citaba al bloguero Bruce Friedman, que reconocía que Internet había alterado hasta tal punto sus hábitos mentales que ya no se planteaba leer libros como Guerra y paz, de Tolstoi, y que incluso un escrito de más de 4 o 5 párrafos se le hacía una tortura.
Para Carr, el culpable del desaguisado era Google, que fomenta el picoteo perpetuo en múltiples páginas con el fin de saber cada vez más sobre nuestras preferencias y vincularlas a la publicidad con la que se gana la vida. Estas ideas iniciales de Carr fueron tomando cuerpo y se convirtieron con el paso del tiempo en la base de su libro Superficiales (Editorial Taurus), un trabajo que ha tenido cierta repercusión y que apareció en España la pasada primavera. En él el autor indaga en los cambios mentales que está dejando la tecnología en los jóvenes e intenta respaldarlos con las investigaciones científicas disponibles.
Hay que avisar que Carr no es un ultraconservador enrocado en aquello de que “todo tiempo pasado siempre fue mejor”. Tampoco hace una crítica furibunda de las máquinas al estilo de un Sánchez Dragó, que después de lanzar puñales se jacta de su ignorancia en la materia. Sin embargo, Carr nos advierte: la Web está cambiando nuestras capacidades cognitivas y erosionando las funciones cerebrales más elevadas, como el pensamiento profundo, la capacidad de abstracción o la memoria a largo plazo, que son fruto de la concentración. Incluso las emociones y la capacidad para empatizar con los demás exigen tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, advierte Carr, nos deshumanizamos. Él está convencido de que Internet establece nuevas conexiones en el cerebro, pero también debilita otras que acabamos por abandonar.
En una onda parecida se mueve el libro del británico Richard Watson Mentes del futuro (editorial Viceversa). “Los aparatos digitales nos están convirtiendo en una sociedad de idiotas. Si cualquier trozo de información se puede recuperar con un solo clic de ratón, ¿para qué preocuparse por aprender nada?”, se pregunta Watson, que recuerda que un pensamiento profundo y riguroso, que es el que nos interesa porque nos pone en contacto con la creación y la imaginación, no se puede desarrollar en el ambiente caótico del multitarea, tan lleno de interrupciones e hiperenlaces, ni se puede hacer con los 140 caracteres a los que obliga Twitter. En fin, leemos más, somos muy ágiles a la hora de trasegar con información, pero somos culturalmente más ignorantes y cultivamos un pensamiento de miras cortas.
Desde un punto de vista científico y neurológico, probablemente es aventurado decir que Google, Internet o los móviles nos están cambiando la estructura del cerebro. Notar esos cambios requiere periodos de observación muy largos. Sin embargo, sí se puede decir a estas alturas que la tecnología está cambiando hábitos y conductas de una forma quizá irreparable. Nos ha hecho más diligentes a la hora de lidiar con los datos, pero también más promiscuos, perezosos, impacientes, irritables y gregarios. Precisamente en este último adjetivo se para Jaron Lanier en Contra el rebaño digital (Editorial Debate). Lanier es un autor que ve en la Internet alimentada por los usuarios un fuente imprecisa y tediosa de información y en la que la cantidad se impone a la calidad y las buenas ideas son acalladas a base de gritos.
Mucho menos apocalíptico, sin embargo, es Nick Bilton, responsable de la sección de tecnología del The New York Times y autor del libro Vivo en el futuro y esto es lo que veo (Gestión 2000). Bilton cree que el cerebro se adapta para hacer tareas muy diferentes y que es compatible el multitarea que imponen las nuevas tecnologías con la lectura sosegada. Bilton habla incluso de los beneficios que tienen los videojuegos, denostados por muchos, para algunas profesiones, como los médicos cirujanos. “Los videojuegos estimulan el cerebro de los jóvenes como lo hacen los libros”, sostiene.
En fin, son libros que dan un toque de atención sobre los efectos de algo tan ubicuo y cotidiano como la tecnología, que usamos en exceso pero que raramente sometemos a examen.
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