Principios de los noventa. Llego a Madrid, a la universidad, para estudiar periodismo, todavía imberbe, desde mi Tenerife natal y desde esa isla dentro de la isla que es La Orotava. Con la decisión de trasladarme a la capital, mi madre envejece una década de la noche a la mañana -en ese momento me cuesta percibirlo, pero luego el deterioro se hace evidente-. En las asignaturas de literatura de la carrera se cuela, entre grandes nombres y santones -Borges, Cortazar, Chesterton, Marsé, Martín Santos, Steiner, Böll- un tío casi tan imberbe como yo, con cara de chico soñador de provincias. Desde luego no mira desde la solapa de sus primeros libros como un "autor", con ese gesto pretendidamente descuidado, a lo Juan Goytisolo, o con la pose glamurosa y el semblante adusto, sombrío, a lo Milan Kundera.
Es Antonio Muñoz Molina, que acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura con El Invierno en Lisboa, un librito corto cargado de mitomanía y de homenajes al jazz y al cine. Me pregunto que pensará Muñoz Molina de aquella novelita, cuanto suscribiría hoy de la misma, aunque intuyo la respuesta. Me miro yo también, miro las pocas fotos que conservo de aquellos tiempos -no había móviles, ni cámaras digitales con las que retratarse a cada rato-, y veo la cara del que no ha dejado de ser un chaval y, sin saberlo, se adentra a toda pastilla en la madurez. Me pregunto cuanto suscribiría hoy de lo que ese chico, ensimismado y egoísta, decía.
1993. Leo durante las vacaciones de verano, mientras mis compañeros de facultad se afanan por conseguir un puesto de becario en las desiertas redacciones de los periódicos, El jinete polaco. Lo recuerdo como un momento de felicidad absoluta. Frases largas y la acción demorada por el estilo y por un tiempo circular, literario. Muñoz Molina a vueltas con sus preocupaciones de siempre: la emigración, la guerra civil, la miseria de la posguerra y del campo andaluz, la educación sentimental, los amores contrariados... Todo un fresco histórico, humano y emocional. Un banquete.
Ardor guerrero. Un amigo de un amigo, un tío con aires de escritor y que está decidido a vivir de la literatura -creo que acabó ganando algún premio menor- me dice muy seguro que Ardor guerrero es lo mejor que ha escrito Muñoz Molina. Me lanzo a su lectura, superando ese rechazo inicial que me producen las tramas cuartelarias. El libro, el más autobiográfico, lo escribe en la paz conventual de una universidad americana. Uno conecta desde la primera línea con ese recluta que ha crecido entre olivares y que en una fría madrugada de invierno de principios de los ochenta coge un tren con destino al tenebroso norte, donde los terroristas empiezan a estar en su apogeo. Ardor guerrero fue y sigue siendo un libro singular. Es uno de los pocos intentos de hacer literatura seria e imperecedera de un momento crucial en la vida de tantos españoles, pero tan dado a la parodia: el servicio militar. Tiempo de humillación y formación forzada. Rito de paso de difícil comprensión hoy para un joven de 18 años. Siempre escuche a mi padre contar, con una mezcla de nostalgia y de asombro renovado, su peripecia en los cuarteles de La Palma, en el año 51. También mi hermano, tantos años mas tarde, nos habló, con cierto orgullo, pero con el alivio de haberlo dejado atrás sin sufrir percance, de cómo le fue en la fría sierra de Almería, adonde llegó en un avión que se caía a pedazos, un episodio que acrecentó su pánico a volar.
Otoño de 2009. Presentación en Madrid, en la mítica Residencia de Estudiantes, de La noche de los tiempos, un mamotreto de casi 1.000 paginas. Durante más de una hora, Muñoz Molina habla del proceso de gestación y escritura de su novela más larga hasta la fecha. Tres años de viajes y de bucear en libros de memorias y novelas, estudios históricos, archivos, bibliotecas de aquí y de allá, librerías de viejo, ferias de antigüedades... Es la historia de un adulterio en los meses previos a la Guerra Civil y está contado hasta en sus detalles más microscópicos. Alguna vez he visto aplicado a Muñoz Molina el adjetivo de entomólogo. Creo que le viene como anillo al dedo. El relato de la peripecia documental previa a la escritura de La noche de los tiempos bien valdría otro libro. Una lástima no haber grabado la charla que esa fría noche de otoño dio en la Residencia de Estudiantes.
Nada del otro mundo. Paso por la librería y veo esta recopilación de cuentos, que ya publicó en 1993, aunque en esta ocasión ha incorporado un par de historias. Muñoz Molina, tan dado a ralentizar la narración y a demorarse con los detalles más minúsculos del paisaje emocional de sus personajes, es capaz en ocasiones de apretar la vida en una docena de páginas y resolver la historia con un hallazgo detectivesco, o con un episodio surrealista. Eso sí, su mirada es casi siempre piadosa, con el solitario, con el desplazado, con el desamparado.
Una nota. En el epílogo de Nada del otro mundo descubre el motivo de su sequía como cuentista -en casi 20 años ha producido solo tres o cuatro piezas-. Él, que siempre ha escrito cuentos por encargo, dice que los directivos de periódicos ya no incluyen relatos en sus publicaciones, todo lo más minihistorias de 500 palabras como máximo. Existe la extraña convicción, asegura, de que el mejor público posible de un diario es que el no lee o lee poco. Es verdad, en España se escribe mucha opinión, pero poca buena información y casi ninguna ficción, donde el desafío formal es grande y las posibilidades expresivas se multiplican. Una pena.
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