Una visita al Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca
Cuesta imaginar que los jóvenes rompedores que durante los 50 y los 60 incendiaron el mundo del arte con propuestas que bebían de la abstracción estadounidense son hoy venerables abuelos o yacen en cementerios de media España. En Cuenca, en el museo de Arte Abstracto de la Fundación Juan March, hay un silencio religioso enfatizado por las paredes blancas y desnudas, y más al fondo, por el paisaje ocre de roca caliza de la hoz del Huécar que se divisa por los ventanales de las Casas Colgadas.
El de Cuenca es un museo despojado, esencial y místico, como algunos de los cuadros de Tàpies, de Millares, de Feito o de Zóbel que allí se exponen desde hace muchos años. No hay largas notas explicativas a la vera de las obras y tampoco es posible escuchar la perorata de un funcionario que intenta desentrañar por el auricular el proceso creativo del pintor o el significado de tal o cual cromatismo. El visitante tan solo tiene una plaquita con nombres casi nunca evocadores, y sí más bien misteriosos, partes de un código que nunca acabará de entender. Abesti Gogora, Número 183, Número 460-A, Intervalos Azules, Antropofauna, Omphalo V, Espejo del Duende, Estanque 2, Bóveda para el Hombre…
En Cuenca uno es forzado a mirar por primera vez. Es una cura de desintoxicación en un mundo que se ahoga en las imágenes repetidas hasta el hartazgo por la publicidad o la televisión. Si no, ¿cómo entender ese retrato de Brigitte Bardot que Antonio Saura pinta en 1959 con trazo nervioso y fulgurante? “Para realizar un retrato, la presencia del modelo cuenta menos que el fantasma mental por él forjado”, dirá Saura.
El óleo sobre lienzo que sirvió de base a la pintura figurativa de los tres últimos siglos salta hecho pedazos en Cuenca. En el espacio del bastidor aquellos jóvenes abstractos que rompieron esquemas en los años de apogeo del Franquismo experimentan con todo tipo de materiales: hierro, madera, arena, arpillera, telas metálicas, grava de cuarzo, pizarra, mármol, cartones, metacrilatos o cartulinas. Todo sirve para cuestionar la semiótica visual de la pintura, pero también para recuperar cierto pensamiento trascendente.
Los cadáveres de Millares, conservados con cuerdas y tela de saco al estilo de las momias guanches que tanto le impactaron en su juventud, se salen literalmente del cuadro para convertir la muerte en una realidad palpable. También da relieve a las obras despojadas y contenidas, deudoras de un misticismo oriental, de Tàpies, esa mezcla de arena, polvo de mármol y pintura que crea texturas inusuales y sugerentes.
Cuenca es un festín para los sentidos. Una y otra vez, uno tiene la tentación de acercarse al cuadro y tocar esos tablones arañados y astillados con los que Lucio Muñoz monta sus paisajes, o esas planchas de chatarra oxidada que destacan sobre una superficie totalmente pulida con las que Gustavo Torner nos sugiere la foto del cañón conquense. O pasar la yema de los dedos por esas telas metálicas superpuestas del granadino Manuel Rivera, que convierten la luz en un misterio y a mí me recuerdan la pintura del seminal Mark Rothko.
En fin, Cuenca es el gran parque temático de la abstracción española –la ciudad también alberga la Fundación Antonio Saura desde 2008-, y creo que es un buen plan de fin de semana para los que sientan que la vida, a pesar de lo que nos cuentan los empiristas y los agnósticos, es algo más.
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