A propósito de “El cielo gira”, de Mercedes Álvarez
Mercedes Álvarez siempre escuchó con una mezcla de curiosidad y estupor aquellas historias que sus padres y sus hermanos mayores le contaban de la aldea que tuvieron que abandonar cuando ella tenía tres años. “En aquella época yo planeaba visitar mi pueblo de origen, retratar a sus últimos habitantes y arrancarles cuatro palabras”. Al cabo de los años, ya en su madurez, Mercedes Álvarez, la montadora de la celebrada En construcción, otra historia de desvastación dirigida por José Luis Guerín, vuelve a ese espacio, medio recordado, medio soñado, de su infancia y filma El cielo gira.
El documental, producto de un rodaje demorado y sigiloso, aunque casi nunca premeditado, quiere dar testimonio de ese mundo rural que se va inexorablemente, de una civilización que entronca con los íberos y los romanos y que, en no más de medio siglo, ha quedado arrasada por los sueños de una vida mejor en la ciudad.
El cielo gira se mueve en un alambre. La cámara de Mercedes Álvarez, que es respetuosa y compasiva, nunca mira por encima del hombro ese universo periclitado con el que se encariña, aunque tampoco lo idealiza ni reverencia. El anciano que duerme la siesta en medio del mosquerío. Los vecinos que animan su charla en una plaza soleada rememorando antiguos esplendores. Los dos labriegos que vuelven del cementerio asumiendo con entereza y sentido práctico los ciclos de la vida (“Estamos aquí de paso, esto es un soplo”). El pintor Pello Azketa, casi ciego, que, como los demás, no tiene más remedio que asumir que el mundo desaparece frente a sus ojos. Son los protagonistas inesperados de esta obra de cine mayor.
Mercedes Álvarez, el último ser que vino al mundo en Aldealseñor, sabe que el origen de las grandes historias no tienen porque estar en la ciudad, lugar de seducción desde principios del siglo XX, sino que puede encontrarse en la aldea donde el tiempo se ha congelado. Todo es cuestión de buscarlas o esperar a que lleguen. “Hice un retrato de este lugar y durante los siguientes días esperé…”, dice la directora en off de su propio trabajo. Ella reconoce que no acudió a Aldealseñor con el mejor equipo. En su lugar, prefirió ir con todo el tiempo del mundo para captar la vida, tan esquiva cuando uno trata de asirla y plasmarla en el papel o en la película.
En medio de la borrachera perpetua de imágenes de la publicidad, la televisión o el cine más comercial, el documental de Mercedes Álvarez tiene la bendita osadía de dirigir sus ojos a la realidad que nos circunda y esperar a que esa realidad nos muestre el sentido más íntimo del mundo que nos ha tocado vivir. Al principio de la película, una anciana rememora el momento en que alguien descubrió que las navas con extrañas formas en las que jugaba de pequeña en realidad eran un cementerio de dinosaurios.
En la década de los 60 y los 70, casi un millón de personas emigraron del campo a la ciudad en España. Un millar de pueblos como Aldealseñor han desaparecido en los últimos 15 años. España, como recordaba hace no mucho Julio Llamazares, se resquebraja en dos mitades, y no coinciden con la izquierda y la derecha que pregonan los medios de comunicación, sino con la rica y pudiente de la costa y el centro, por un lado, y la pobre y deshabitada de las provincias interiores, por otro.
Esta quiebra, fomentada por el desarrollismo franquista y el auge del turismo, y que, pese al estado de las autonomías, nadie ha podido evitar ni reparar en las últimas décadas, es una verdadera tragedia que a casi nadie, salvo a algunos que sufren en carne propia el ostracismo, inquieta. Sin embargo, pocos dudan ya de que una forma de vida que tiene sus orígenes en la noche de los tiempos está a punto de desaparecer, y con ella un legado cultural y social inmenso.
El campo que sobrevive es el de las grandes plantaciones de vino de La Mancha, de cereal en el norte de Castilla o de olivo en Andalucía. Sin embargo, el resto, el del minifundio, está en trance de extinción. Lo que antes fueron en muchos municipios del interior caminos transitados por laboriosos labradores, hortelanos y granjeros, hoy son veredas abandonadas que no llevan a ninguna parte. Un espectáculo siniestro de tapias medio derruidas y somieres herrumbrosos dan fe de la derrota.
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