A propósito del montaje de Vida y muerte de Marina Abramovich
Varios bailarines llevan en sus bocas sus prendas íntimas mientras avanzan con movimientos espasmódicos por el escenario del Real. Uno de ellos tapa su aparato genital en una postura imposible y el resto se convulsiona y contorsiona en una estrambótica puesta en escena desnuda de todo artificio y en la que únicamente destaca la paleta cromática en rojo y blanco de sus vestidos y mallas.
El coro del Teatro Real, de reciente creación, interactúa con los bailarines sobre el escenario y goza de un protagonismo inusitado en las obras tradicionales. Bajo las notas de Verdi y Wagner los integrantes del coro se tiran al suelo, patalean, gritan, muestran sus manos teñidas de rojo y blanco, levantan pancartas a favor del 15-M y se desnudan en la liberadora escena final tras una inquietante sesión de psicoanálisis colectivo. En la dirección musical, bajo la batuta de Marc Piollet, la obra alterna la actuación de la orquesta con piezas de música electrónica pregrabada, lo que resulta un tanto desconcertante pero enriquecedor.
Marina Abramovich recibe al público tendida en uno de los tres ataúdes que aparecen en escena rodeados de perros doberman y vísceras humanas. El inicio tan poco convencional de Vida y muerte de Marina Abramovich constituye también parte del éxito de esta performance plástica que muy pocos se atreverían a calificar como ópera. Aderezado con la narración de Willen Dafoe y la inconmensurable voz de Antony Hegarty, la obra es una revisión fatalista del periplo vital de la artista serbia a través de una puesta en escena más cercana a los videoperformances que a los grandes montajes operísticos del Teatro Real.
Robert Wilson, el director de escena, crea un universo onírico en el que destacan las piezas musicales conducidas por la excepcional intensidad vocal de Antony y la potente réplica tonal de la cantante serbia Svletana Spajic, que se alternan con una galería de escenas de impactante estética visual donde el protagonismo absoluto de Abramovic resulta chirriante. Solo la presencia de Dafoe contribuye a relajar en cierta medida la asfixiante atmósfera creada por Wilson para gloria absoluta de la egocéntrica artista serbia, que se sirve del excepcional vehículo puesto a su disposición para conjurar a sus ancestros y experimentar un catártico viaje interior.
Tras la caída del telón hay división de opiniones, aunque ganan los aplausos atronadores que intentan silenciar los silbidos y gritos contrarios a tanta innovación. Tiemblan los cimientos del sacrosanto lugar donde hasta ahora solo unos pocos se habían atrevido a cuestionar el orden establecido con obras vanguardistas alejadas del gusto imperante. Las dos obras consiguen lo que pretendía Gerard Mortier, el director artístico del Teatro Real, tan cuestionado desde que se hizo cargo del puesto, hace ahora cuatro años.
A pesar del revuelo mediático organizado en torno a la presentación de estas dos obras ya existía el precedente de montajes escandalosos gracias a Calixto Bieito, el director de escena español que tanta polvareda ha levantado a lo largo y ancho de Europa. Muy sonado fue su estreno en el Teatro Real del heterodoxo montaje de la ópera Wozzeck con desnudos, vómitos y disecciones de cadáveres incluidos. Su adaptación de El rapto de Serrallo, de Mozart, ya había sido calificado como una "guarrada" cuando se estrenó en la capital alemana en 2004. ¿Cerdada o espectáculo fascinante? Al gusto del consumidor.
¿Acaso no son ciertas cerdadas (físicas o morales) un espectáculo fascinante? Creo que no hay que elegir. Ciertos autores -Bukowski o Lars von Trier me vienen a la memoria- hacen compatibles ambos términos.
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