A propósito de Religión para ateos, de Alain de Botton
En un país tan vehemente como España, hablar de religión (o de política) de forma serena es poco menos que imposible. A la que algunos te oyen decir que buscas un sentido trascendente a la existencia, no tardan ni un segundo en darse la vuelta o bostezar. Otros, sin embargo, van más allá y te tachan de retrógrado, fascista o mojigato.
Un mínimo común denominador de casi todas las familias de la izquierda local es su marcado anticlericalismo. No cabe duda de que las tropelías cometidas por la Iglesia Católica durante tantos siglos, o la connivencia que esa institución mostró con sátrapas y generales, están detrás del resquemor que todo lo religioso despierta en este país. Aunque, al decir verdad, ya va siendo hora de superar el atavismo, sobre todo por lo que nos jugamos.
Alain de Botton es un escritor -a medio camino entre el showman, el divulgador, el periodista y el ensayista (cóctel difícil de asimilar por estos pagos)- que toca muchos temas, pero que casi siempre acaba interesándome. Me leí de un tirón hace poco Miserias y esplendores del trabajo, donde ponía nombre y apellidos a las personas que están detrás de los procesos productivos que hacen posible la sociedad de consumo. Y he vuelto a caer con Religión para ateos, donde De Botton intenta convencernos de que hay muchos aspectos de la religión -en el catolicismo, pero también en el judaísmo o el budismo- que nos harían mejor como individuos y como sociedad. Son enseñanzas, ritos o costumbres, nos viene a decir, que no conviene olvidar porque sospechemos que Dios no existe, porque no encajen en nuestros esquemas ideas como las de una vida en el más allá o porque nos rechinen los elementos metafóricos y sobrenaturales que salpican la Biblia.
El autor de Las consolaciones de la filosofía (2006) está convencido de que necesitamos recuperar el aliento moral y social que durante tantos siglos han aportado las religiones. La muerte de Dios certificada por Nietzsche y la autonomía moral que nos regaló la modernidad, ese convencimiento de que tenemos derecho a vivir como nos venga en gana, tienen sus contraindicaciones. De Botton, como tantos críticos de la Ilustración y algunos desencantados posmodernos, está convencido de que nos ahogamos en esa libertad que de forma tan dolorosa conquistaron nuestros abuelos. Hasta un filósofo tan poco sospechoso como Habermas ha alertado de los peligros que comporta la progresiva secularización de la sociedad.
“El peligro de una sociedad sin Dios es que no tiene a nadie que le recuerde lo trascendente, y por consiguiente, no nos prepara ni para la decepción ni para nuestra venidera aniquilación”, asegura De Botton, que nos anima a aprovechar ese sedimento social y ético tan trabajosamente acumulado por las religiones y que se cuela por cualquier rendija de la existencia.
El ideal romántico del creador original a toda hora (pero también sospechosamente egocéntrico) no vale como promotor de ideas morales precisamente por lo aislado de su intento. Después de miles de años de existencia, las religiones, a pesar de sus imperfecciones, siguen siendo hoy el mayor difusor de la moral y las buenas costumbres. En parte lo han conseguido por la homogeneidad de su mensaje. Justo como McDonalds sirve las mismas hamburguesas en todo el mundo, con ese punto característico de cocción de la carne y esa cantidad milimétrica de tomate y mayonesa, el clero se las ha ingeniado para dar un mensaje similar y muy asequible en cualquier parte de la ecúmene.
En una sociedad que se desmiembra y pierde el sentido de comunidad por fuerzas centrífugas poderosas como el capitalismo, el consumismo o la capacidad técnica, hoy es más necesario que nunca, a juicio del autor, mirar a la religión para recuperar el norte. El hombre es un ser que zozobra, que está confuso y que tiende al aniquilamiento. Las religiones rápidamente fueron conscientes de estas debilidades y armaron códigos de conducta y rituales de expiación.
De Botton se fija, por ejemplo, en el ritual de la misa dominical, que estrecha lazos, aplaca nuestro ego y mantiene la terapia de la confesión, pero también en ese arte religioso muchas veces excelso, pero siempre didáctico y asequible, que nos recuerda a cada paso nuestra pequeñez y las virtudes capitales. Hasta los calendarios y santorales valen para dar uniformidad a una vida que, de otra manera, caería en el abandono.
El autor propone incluso llevar los pensamientos de Montaigne o de Séneca al formato rítmico del espiritual dominical. Solo con estribillo y con una música pegadiza interiorizaremos tanta sabiduría. Cuesta aceptarlo, pero es una realidad que ni las más grandes novelas, ni los más excelsos dramas de Shakespeare nos harán mejores si su moraleja no se acompaña con el ritual machacón. Todo lo más, nos harán pasar un buen rato o nos convertirán en unos sesudos consumidores de productos culturales. Por eso al cristianismo nunca le importó sobrecargar al arte que patrocinaba de una fecunda labor docente y terapéutica.
“Las religiones dan equilibrio, consistencia y fuerza (orientada hacia el exterior) a lo que de otro modo siempre serían momentos íntimos, azarosos y de escasa importancia. Sustancian nuestras dimensiones internas, precisamente esas partes de nosotros que el romanticismo prefiere no reglar por miedo a coartar nuestros momentos de autenticidad”, nos dice De Botton ya al final del volumen.
Sospecho que el libro de De Botton irritará al ateo y al agnóstico convencidos porque apuesta por la omnipresencia de la religión en la esfera pública, aunque desprovista de sus presupuestos más dogmáticos. Pero también por esto último decepcionará al creyente, que verá en este reportaje bien documentado y entretenido de Alain de Botton un intento de fundar una religión “a la carta” y descafeinada.
No despertará simpatías en el católico practicante la deuda que confiesa De Botton con el sociólogo francés Compte, que a finales del siglo XIX puso las bases teóricas de la iglesia de la Religión de la Humanidad, un proyecto que nunca llegó a ser realidad, pero que tenía la misión de sustituir al clero tradicional francés por un ejército de sacerdotes laicos y que proponía que santos seculares como Descartes o Shakespeare tomaran el lugar de la iconografía cristiana de siempre.
En todo caso, y a pesar de los posibles reproches que se le puedan hacer al libro, creo que el punto de vista de De Botton es interesante y audaz, y debería ser leído en un país donde las discusiones sobre el papel de la iglesia casi siempre acabaron a machetazos, y todavía, en el civilizado siglo XXI, se siguen solventando a gritos.
Parece una buena lectura de verano, en particular para los desolados e incrédulos lectores de "El espejismo de Dios" de Dawkins.
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