En un país como éste, donde los mandamases de la política
cultural no han sentido en los últimos años el menor sonrojo al despilfarrar
decenas, quizá cientos de millones de euros en levantar imponentes e inútiles
ciudades de la cultura o futuristas centros de arte encargados casi siempre al
arquitecto de moda, el ejemplo de La Casa de la Portera es reconfortante.
En un bajo del barrio de la Lavapiés, José Martret y
Alberto Puraenvidia han convertido un piso oscuro en un espacio escénico atrevido y fresco,
despojado de la pompa y la parafernalia que asociamos a la "alta
cultura" o a esos espectáculos de nuevo rico que tantos agujeros han
dejado en las finanzas públicas.
Es literal: La Casa de la Portera fue en otro tiempo la residencia
de la portera del viejo inmueble de la calle Abades 24. En el piso mal
ventilado, oscuro y de pasillos angostos, donde probablemente varias
generaciones de señoras humildes sacaron adelante familias numerosas y donde
malamente combatieron las humedades y el frío de la posguerra, ahora se abren
dos salitas donde los actores y los escasos 20 espectadores que entran en cada
sesión comparten el espacio escénico.
Supongo que para el actor es una experiencia nueva la de
tener tan encima a un público que, a poco que estire los pies o muestre
aburrimiento, entorpecerá sus movimientos y pondrá en peligro su concentración.
Para el público (y de eso no me cabe duda) la experiencia sí es distinta. Ver
una obra en la Casa de la Portera es como ver un partido de baloncesto a pie de
pista, donde uno percibe los forcejeos más íntimos de dos gigantes bajo del aro
(esos que la tele nunca nos podrá mostrar), y donde también tenemos que estar
dispuestos a que nos caiga encima una mole de dos metros o a sentir la llovizna
de sudor del jugador que se acerca a la banda en pos de la pelota.
En la Casa de la Portera, con los actores encima de
nosotros y nosotros encima de los actores, uno se da cuenta de que el teatro es
menos mecánico de lo que parece desde el patio de butacas oscuro, y sí un
proceso complejo y matizado. Además del texto, la declamación y los silencios, el
actor y quien monta la obra tienen que administrar el espacio (casi siempre
escaso) y la intensidad de las miradas y los gestos. Un giro mal calculado o un
aspaviento demasiado sobreactuado pueden destrozar un personaje en cuestión de
segundos, creando una desconfianza
difícilmente recuperable más tarde.
Me gustó el Ivanov de La Casa de la Portera (allí lo han
llamado, con un giro moderno pero acertado, Iván-off). Es el primer drama
potente de Chejov y anticipa muchas de las preocupaciones que están en sus
obras mayores, en los tantas veces representados Tío Vania o La gaviota. Los
actores transmiten y emocionan casi siempre, aunque alguno, como el doctor
Constan (Roberto Correcher), está demasiado hierático e inexpresivo, y Ana
(Sabrina Praga), la mujer del torturado Ivanov, no llega dar rienda suelta a su
frustración y perplejidad.
Ivanov (Raúl Tejón), un Hamlet moderno que se regodea en
su miseria y que crece a medida que se autodestruye y acaba de paso con los
demás, sale bien parado en la puesta en escena de José Martret. Aunque este Iván-off es un drama que pasa
por los temas mayores de Chejov (la decadencia social y económica de la
aristocracia, los estragos del paso del tiempo y los amores irremediablemente
contrariados) y que está enriquecido por buenos secundarios (el descreído
Mateo, tío de Ivanov; o el despiadado primo Miguel), uno echa en falta la
ironía y el descreimiento que logra Chejov con su inolvidable Vania. Este
Ivanov es, para los parámetros de Chejov, drama al cuadrado, y eso a ratos lo
asfixia. En todo caso, es un anticipo de su espléndido universo.
Siguiendo tan de cerca la puesta en escena de La Casa de
la Portera, me acordé de Vania en la calle 42, aquel primoroso y revelador
homenaje que Louis Malle y David Mamet le dedicaron al dramaturgo ruso en un
teatro neoyorquino en ruinas, y que fue tan bien compuesto por Wallace Shawn. Recuerdo
perfectamente el día lluvioso de 1996 en que vi aquella película, en un país
extranjero. Fue toda una revelación que todavía agradezco a los impulsores de
esa extraña y única obra. Si en Lavapiés eran mis ojos y mis oídos los que,
como intrusos, robaban las líneas a los actores, en aquella ocasión, era la
cámara de Louis Malle la que nos dejaba el Vania más íntimo y susurrado del
mundo.
En fin, id a ver Ivan-off a la Casa de la Portera. Allí
actores y público comparten espacio escénico y emociones durante casi dos horas,
lo que no es poco para los tiempos que corren.
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