Cuando pensábamos que
periodismo y televisión eran términos irreconciliables (al menos en España),
aparece un señor con pintas de chavalete, que calza zapatillas de marca y da
mandobles con un iPad, y nos demuestra que la causa no está perdida. Jordi
Évole, con su programa Salvados (en La Sexta, por si alguno no lo sabe a estas
alturas), ha descubierto la fuerza y el efecto benéfico del periodismo a muchos
españoles.
No hay que fiarse de la
pinta de Évole. A pesar de su aire pretendidamente ajeno y despistado, el
programa está muy trabajado. Évole básicamente hace preguntas y escucha (qué rareza) a sus interlocutores. Son preguntas aparentemente improvisadas,
pero siempre pertinentes y fruto de la labor de un equipo que prepara a fondo
los temas que aborda. Si no fuera de esta manera, si no hubiera un buen trabajo
de documentación y de selección de fuentes, sería muy difícil, en poco más de
media hora, abordar las complejidades y disfunciones de un país que naufraga con
un formato a la vez riguroso y entretenido.
Lo de Évole no es
periodismo de investigación. Évole no nos dice nada que no sepamos o no esté a
la vista si buscamos los datos por aquí o por allá. El logro de este
periodista, que también fue humorista, dio la nota en mil sitios como follonero
y escribió chistes para otros, es que sus preguntas –las mismas que nos
formulamos todos desde que empezó una crisis que está devastando el país- ponen
en evidencia la mala construcción de la casa nacional y el descaro y las
paradojas en que viven instaladas sus élites.
Hace lo que todo periodista que se precie debiera:
preguntar y preguntar a los poderes para que se entere hasta el último mono. Y lo hace con modestia, con simulada timidez, sabiendo de antemano que solo va a encontrar evasivas, pero con la obstinación del que está convencido de que su oportunidad llegará al final, cuando su contrincante, harto de dar explicaciones, sucumbe al desliz y desvela sus intenciones.
Évole no
da nada por sabido. Eso es lo que hace posible su conexión con una audiencia
millonaria incluso cuando trata los asuntos más abstrusos. Ese dar las cosas
por sabidas y hablar la jerga de los políticos o los empresarios es
precisamente uno de los motivos que ha alejado a los periodistas de la gente y
los ha puesto, en muchos casos, en el lado de los poderosos y los interesados.
Somos un país dominado por
la pereza mental y, en general, poco instruido. Sabemos muy poco o nada de cómo
funcionan los bancos, la administración, la justicia, la educación, la sanidad
o las empresas, aunque nos cuesta poco emitir un juicio categórico sobre esto y
aquello. Por no saber, no sabemos siquiera cuánto nos cuestan la limpieza de las
calles, los medicamentos que tomamos o los profesores de nuestros hijos. Somos
un país contradictorio que quiere pagar pocos impuestos y recibir muchos
servicios a cambio. Los españoles somos perezosos cuando se trata de conocer (cabalmente)
nuestra realidad más cercana. Preferimos recurrir a alguna anteojera ideológica
que nos sirva para ponerlo todo en entredicho, sin hacer el esfuerzo de conocer
los mecanismos de esa la realidad que se nos escapa y acaba traicionándonos.
Con su tenaz inquisición,
Évole nos ha ayudado estos últimos años a saber un poco más cómo funcionan todas
estas las cosas. Nos ha dado a conocer el mundo de los juzgados, el cabalístico
universo de las eléctricas, el surrealista Tribunal de Cuentas, gestionado por
matusalenes, o el Senado, retiro dorado de políticos que nadie se atreve a
tocar. También nos ha dado argumentos para valorar nuestro sistema educativo,
la necesidad de privatizar o no la sanidad o la calidad del servicio al
consumidor que nos dan muchas empresas. Y nos contó, por boca de las víctimas y de expertos, las tropelías de los bancos con las preferentes o las hipotecas.
Pero una pega habría que
hacerle a Évole. Como buen periodista, pregunta intentado apartar la venda que
sobre la realidad ponen los poderes y los interesados. Hasta ahí, perfecto. Sin
embargo, muchas veces, su programa de los domingos ya viene con las cartas
marcadas. La investigación tiene ya un punto de llegada prefijado. Évole hace
un periodismo de tesis que para brillar evita la opinión del que diverge.
Cuando recurre al disidente, es muchas veces para parodiarlo. Ganaría mucho su
Salvados si incluyera voces disonantes de peso y dejara que fuera el espectador
el que se formara su juicio. Con Évole el partido está decidido desde mucho
antes del final, y eso es trampa. De todas formas, dudo de que los de Salvados
rectifiquen en este sentido, pues sería como espantar a tu clientela habitual
(la que comparte con otros programas de la Sexta) sin tener garantizado el
reemplazo.
En cualquier caso, creo
que este tipo maduro con cara y pintas de chaval, ataviado con vaqueros, camisa
a cuadros y chaqueta de Decathlon (el patrocinio manda), y que se defiende a
fogonazos informativos de iPad, nos ha (re)descubierto las posibilidades de
periodismo, y eso es impagable. Últimamente su programa del domingo por la
noche me emociona más que una canción de amor.
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