En 2007, cuando
el batacazo inmobiliario era inminente, aunque no presentido por la mayoría, Rafael
Chirbes escribió Crematorio, una
novela de título premonitorio sobre un país que se adentraba en un largo
periodo de crisis económica y desánimo. Crematorio
escarba en el estercolero moral sobre el que se había asentado la sociedad
española en la década larga del crédito fácil y la especulación, y lo hace a
través de las reflexiones de un constructor de cierto éxito en la costa
levantina y de sus familiares.
Vuelve Chirbes
con una mezcla de realismo social e introspección que le pone en la línea de
Balzac, y vuelve con toda la fuerza narrativa que exhibiera en sus mejores
entregas. Aunque, para poner de manifiesto las contradicciones del país, no
recurra esta vez al pasado, como en La
larga marcha (de la Guerra Civil a los estertores del franquismo) o La caída de Madrid (la muerte de
Franco), sino a un presente que presagia un cambio de ciclo.
No obstante, el
novelista valenciano, en el que algunos encuentran ecos de la escritura ética de
Juan Eduardo Zúñiga, trasciende este punto de partida moral, desde el que denuncia
corruptelas, imposturas y una codicia que, por más que nos pese, sigue siendo el
combustible del mundo, y donde, como ha dicho el propio autor, “el peor acaba
siendo el mejor”.
Y es que en Crematorio salen a relucir otros temas recurrentes
en la obra de Chirbes, como el profundo abismo entre padres e hijos, la
insuperable distancia que se abre también entre los sueños de juventud y el
duro encontronazo con la realidad que nos sobreviene en la madurez o las
falacias sobre las que se asienta el progresismo. El novelista no deja títere
con cabeza.
Los seres que
Chirbes disecciona en sus novelas se enfrentan casi siempre, de una forma
lúcida, a su propia versión del naufragio. Crematorio
huele a desolación en cada frase y no exagera el autor cuando dice que la
escritura de estas 400 y pico páginas le hicieron pasar tres años en el túnel y
que incluso le llevó a plantearse no volver a escribir, cosa que finalmente no
hizo.
La piedra
angular de tan duro retrato es Rubén Bertomeu, un constructor de cierto éxito
en la costa levantina. La muerte de su hermano, el idealista Matías, sirve de
pretexto para reunir a un puñado de personajes sin desperdicio. Ahí están su
hija Silvia, que reprocha a su progenitor que haya llenado la costa de cemento,
pero es incapaz de bajarse del tren de vida que la riqueza de la familia le
proporciona; Juan Mullor, altivo marido de Silvia que prepara una biografía del
escritor Federico Brouard, amigo de la infancia de los hermanos Bertomeu cuya
carrera literaria está en franco declive; Matías, comunista combativo en su
juventud que en los últimos años de su vida hace del ecologismo una forma de
disidencia; o Mónica, la joven y atractiva segunda mujer del septuagenario constructor,
un personaje ambicioso de corte shakesperiano.
El fresco lo completan Ramón Collado, que trabajó para los Bertomeu, pero que
ha sido incapaz de levantar su propia empresa y vive ahora encaprichado con una
prostituta, y Traian, mafioso ruso que colabora con Rubén.
A través de monólogos
interiores (es excepcional el del propio Rubén Bertomeu que cierra el libro:
páginas 366 a 411), Chirbes va dando cuenta de los ideales, miserias y
reproches que han jalonado la vida de sus personajes. Con una prosa fluida y que
casi siempre da con el tono y la voz apropiada, el autor, que tiene muy buen
oído, se pone en el pellejo de todos excepto de Matías, al que conocemos por el
relato, que unas veces suena a apología y otras a duro ajuste de cuentas, que
hacen los demás de él.
Tras su libro
previo, Los viejos amigos, una obra
no tan lograda donde sacaba a relucir las contradicciones de la progresía
nacional, Chirbes volvió a brillar en 2007 con Crematorio y demostró que estaba en buena forma para convertirse en
uno de los cronistas más brillantes de la crisis, como ha vuelto a confirmar
con En la orilla.
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