A propósito del libro "El último que apague la luz", de Lluís Bassets
Desde que empecé en esto del periodismo,
a finales de la década de los 90, llevo oyendo la cantinela de que a los medios
en papel le quedan dos días. A esta tesis
se apunta Lluís Bassets, director adjunto de El País, con este librito, en
realidad una miscelánea de artículos y conferencias escritas en los últimos
años donde también son protagonistas Wikileaks y su fatuo líder, Julian
Assange.
El asunto es que ahora, por el efecto de la tormenta perfecta que azota a los medios, y que es una conjunción de cambio
tecnológico, huida de los anunciantes del papel -que ya probablemente no
volverán-, falta de un modelo de negocio alternativo y la progresiva pérdida de
influencia social y política de los propios medios, el tono apocalíptico de
Bassets suena a verdad; se ha hecho desgraciadamente creíble.
El autor adelanta un par de décadas el
final de la prensa escrita que profetizó Philip Meyer en su ya clásico The Vanishing Newspaper, donde pronosticaba que el último ejemplar del último
periódico en papel del mundo saldría de los talleres en algún momento del año
2043.
Eso sí, conviene tener en cuenta que
Bassets habla de la defunción de una institución (las grandes cabeceras en
papel), y no la de una profesión que, como estilo literario y como necesidad
vital y social, siempre va a estar ahí. El fin de fiesta se anuncia pues para
esas multitudinarias y bulliciosas redacciones, como la del mismo diario al que
acude cada mañana Bassets, que durante dos siglos han organizado la vida y han dado forma a la
visión del mundo de millones de lectores de medio planeta.
Bassets no se anda por las ramas y nos
deja perlas escalofriantes: “No hay modelo de negocio y, lo que es peor, ya no
existirá nunca más”; “será difícil que vuelvan a existir en el futuro empresas
periodísticas que alcancen simultáneamente las cotas de excelencia profesional,
prestigio político y social y los altos niveles de ingresos que han
caracterizado a las grandes editoras del último siglo y medio”; “estamos más
cerca que nunca del paraíso de la información en cuanto a acceso y
disponibilidad de los medios para informarse.
Pero esto queda limitado e incluso entre
graves interrogantes por el desplome del precio de la información y la
correspondiente expansión de la cultura de la gratuidad, que sitúa al borde de
la extinción a los medios de comunicación tradicionales”; “no hemos olido la
que se nos venía encima”…
Con más intuición que otra cosa –el
autor no respalda sus aseveraciones con datos sobre la evolución de medios, a
pesar de la mucha información que se ha vertido sobre el asunto-, Bassets
certifica un final de época y el comienzo de un tiempo de incertidumbre en el
que, sin embargo, ya empiezan a emerger algunos perfiles. El periodista de un
futuro que se espera “más modesto y austero” –¿quién podría decir lo contrario
a estas alturas?- será una marca de sí mismo, sometida al escrutinio constante
de sus lectores. “Vales lo que escribes y lo que produces, no la firma para la
que trabajas”. Se acabó el tiempo, pues, de las
redacciones bien pagadas y con cientos de profesionales trabajando al unísono
para dar cuerpo a ese intelectual colectivo que durante siglos han orientado a sociedades y familias.
El mundo que tenemos por delante es el
mismo que desde hace unos años nos anticipan la legión de blogueros e
informantes de las redes sociales, ese que, a la chita callando, ha ido
colonizando los medios de siempre y que, en algunos casos, ha inventado fórmulas
nuevas, aunque de dudosa eficacia “periodística”, como The Huffington Post. La
irrupción de las redes sociales y el papel protagonista que han tenido en los
últimos tiempos, en los movimientos de protesta anticrisis y en las revueltas
de la Primavera Árabe, llevan a Bassets a depositar el futuro del periodismo en
manos de cualquiera con los medios técnicos necesarios. “Periodista, editor y
patrono de sí mismo, ese es el destino del oficio”, nos dice al final del
libro.
Sin embargo, tengo mis dudas sobre si esa legión de voceros solipsistas
o de animados tuiteros vayan a enmendar la plana al periodismo (defectuoso) de siempre. Muchas preguntas me hago cuando toca
imaginar un mundo dominado por esos productores solitarios de la información y del punto de vista: ¿es esto
realmente periodismo? ¿Están en disposición estos blogueros, vocacionales y
casi siempre sin ingresos, de producir una información seria, veraz y
contrastada que sea capaz de hacer de contrapeso de los poderes? ¿Quién
verificará, como ha ocurrido en las redacciones jerarquizadas de toda la vida,
el trabajo de unos señores que casi siempre producen desde el sofá de casa?
¿Quién saldrá a ver el mundo y contarlo con rigor, y quién financiará esas
salidas? ¿Quién nos garantizará que nos van a dar una información contrastada y
marcada por el interés general y no por los intereses particulares y cada vez
más diminutos del blogger?
¿Habría sido posible en un universo de periodistas cibernéticos y autosuficientes una investigación como la del caso Watergate, que obligó a dimitir a Richard Nixon y que salió adelante después de meses de concienzudo trabajo de reportero y cientos de entrevistas? Porque no nos engañemos: las redes sociales son un extraordinario vehículo de protesta y pueden incendiar un país en poco tiempo, pero casi toda la información que manejan sigue saliendo (kamikazes como Manning y Snowden son casos aparte) de las diezmadas y cuestionadas redacciones de los diarios de siempre.
¿Habría sido posible en un universo de periodistas cibernéticos y autosuficientes una investigación como la del caso Watergate, que obligó a dimitir a Richard Nixon y que salió adelante después de meses de concienzudo trabajo de reportero y cientos de entrevistas? Porque no nos engañemos: las redes sociales son un extraordinario vehículo de protesta y pueden incendiar un país en poco tiempo, pero casi toda la información que manejan sigue saliendo (kamikazes como Manning y Snowden son casos aparte) de las diezmadas y cuestionadas redacciones de los diarios de siempre.
En cualquier caso, hay que reconocerlo:
la crisis del periodismo de siempre nos ha sobrevenido, pues la debacle
económica nos cogió a todos a por uvas, pero también es autoinducida, pues
durante décadas los medios han hecho muy poco para mantener la credibilidad y
el prestigio que un día disfrutaron y tampoco han aprovechado los años de vacas
gordas para responder con soluciones innovadoras al reto de Internet –“las
dificultades de los medios tradicionales para rentabilizar sus contenidos en
Internet parecen insalvables”, presagia Bassets-. En occidente, los medios se
han aliado a las élites económicas y políticas para repartirse las migajas del poder, cuando no han sucumbido a una endogamia que no ha hecho más que
acrecentar las sospechas de sus lectores. En el resto del mundo han actuado en
connivencia con sátrapas y dictadores, en detrimento otra vez del bien más
sagrado del periodista: su audiencia, sus lectores.
En El último que apague la luz, Bassets
no dice nada que no hayamos oído antes sobre la crisis del periodismo,
pero muestra capacidad de síntesis a la hora de hacer balance de la situación.
Tampoco presagia cuál va a ser el modelo de negocio qué va a mover el mundo de
la información en Internet -la pregunta del millón que desde hace una década
intentan responder gurús y los gestores de los grandes grupos mediáticos-,
aunque sí está convencido de que la pelota está en el tejado de las tecnológicas de Silicon
Valley, cargadas de ideas, innovación y cash, y no en el de los
grupos de comunicación de toda la vida, lastrados por deudas insuperables [¿Prisa?] y por la parálisis que supone tener que cambiarlo todo de arriba abajo. “Las agencias de prensa, las grandes cabeceras
institucionales y las cadenas de televisión se verán sustituidas por las
multinacionales tecnológicas, los agregadores y difusores…”, adelanta Bassets.
Casi todo lo que aporta este libro lo hemos oído aquí o allá. Sin embargo, el volumen puede ser muy útil a aquellos
que siguen apoltronados pensando que por ellos nunca van a doblar las campanas.
Desde luego, el periodismo que practica El País, El Mundo, etc... está llamado a extinguirse. Para echar por tierra los argumentos de Bassets ahí está el millón de suscriptores de The Economist, una revista con 200 años a sus espaldas que ha sobrevivido a guerras, crisis, cambios tecnológicos (radio, TV, Internet...). Y sigue creciendo. Quizá porque hace un periodismo alejado de las declaraciones y de mirarse el ombligo. No sé.
ResponderEliminarPor cierto, al introducir el anterior comentario he tenido que teclear un CAPTCHA. Volviendo al The Economist, en su último especial tecnológico ilustran un poco sobre la vida y milagros del creador de esta tecnología para evitar el SPAM. Y no, no es el único medio que leo ;-)
ResponderEliminarhttp://www.economist.com/news/technology-quarterly/21578514-luis-von-ahn-helped-save-internet-spammers-his-larger-quest-put