Ahora que tanto pega el calor y tan menguadas están las
carteras, no conviene desdeñar el viaje literario, la posibilidad de escapar a
través de la lectura. Un buen destino es, sin duda, San Ireneo de Arnois, esa
villa anclada en el pasado a la que se traslada Prudencia, la protagonista
de El despertar de la señorita Prim, respondiendo a un anuncio en el que se
demanda “una bibliotecaria para un caballero y sus libros”.
Pese a que su búsqueda en Google Maps resulta infructuosa,
el buen hacer de Natalia Sanmartin Fenollera permite que el lector visualice el
pueblo a medida que se han construido sus habitantes, “una especie de forajidos
románticos” o “exiliados del mundo moderno en busca de una vida sencilla y
rural”.
En esta singular localidad, emparejada espiritualmente con un
monasterio benedictino anexo, cabe de todo, desde un club socrático en el que
se debate “en vivo o por entregas”, hasta una liga feminista para la que buscar
marido resulta una actividad habitual, pasando por niños sin escolarizar que
recitan a Homero o Esquilo, y en la que todo el mundo tiene su propio negocio,
de modo que se vean liberados de las “limitaciones de todo asalariado”. Como
uno de los personajes llega a apuntar, “uno no puede construirse un mundo a
medida, pero lo que sí puede es construirse un pueblo”.
A este pequeño reducto “para exiliados de la confusión y
agitación modernas”, llega Prudencia Prim, una mujer “intensamente titulada”,
con una “nariz dotada de gran sensibilidad” y la permanente sensación de haber
nacido en un momento y un ambiente equivocados. Con tan pesado equipaje, no es
extraño que buena parte del libro verse sobre el choque que supone para ella
tratar con tan extravagantes vecinos, pero, sobre todo, con su empleador, al
que la autora no asigna nombre, sino que es descrito como el hombre del sillón
(en un guiño a la escritora Elizabeth Von Armin y su libro Elizabeth y su
jardín alemán).
Educación, literatura o religión son algunos de los temas que
centran las muchas luchas dialécticas a las que se enfrentan la descreída
señorita Prim (personaje, todo hay que decirlo, con el que resulta algo complicado
empatizar) y su jefe, un especialista en lenguas muertas (domina alrededor de
una veintena), al mismo tiempo que enamorado de la vieja liturgia romana.
Y es
que, como ocurre en las novelas de Jane Austen, de las que Sanmartin Fenollera se
confiesa deudora, las diferencias, a veces, unen más que las coincidencias. Aunque la autora ha definido este libro, su primera novela,
como un cuento para adultos, una especie de fábula en la que se recrea un lugar
en el que cobran relevancia las pequeñas cosas y donde se aboga por la vuelta a
una economía tradicional, simple y familiar; en muchas ocasiones, vira hacia la
novela de tesis, empleando toda la artillería que está en sus manos para
reforzar la idea de que otro mundo es posible, como por ejemplo cuando un
personaje intenta explicar a Prudencia por qué en el pueblo la educación corre
a cargo de los padres y no del colegio: “Si usted estuviese convencida de que
el mundo ha olvidado cómo pensar y educar, si creyese que ha arrinconado la
belleza de la literatura y el arte, si pensase que ha ahogado la fuerza de la
verdad, ¿permitiría que ese mundo enseñase algo a sus hijos?”.
En cualquier caso, ideas como esta, más que una voz propia
sorprendente o una narrativa hipnótica, son las que convierten a El despertar
de la señorita Prim en un libro recomendable. De lectura fácil y planteamiento
algo pueril, su fuerza, más que en su prosa, hay que buscarla en la necesidad
de los lectores de sumergirse por unos días en este utópico pueblo. Además,
estos también sabrán apreciar el amor de la autora por la literatura, refrendado
por la propia profesión de la protagonista, pero también por las continuas
referencias a autores o libros. En fin, un libro en el que muchos, más que
leer, quisieran vivir.
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