Lo confieso: he robado. Pero no joyas, ni dinero, ni
información privilegiada, ni helados, sino libros. Me crié en una casa de
trabajadores analfabetos donde los únicos lomos en la estantería eran los del álbum
de fotos de la boda de mis padres y el de un libro desmembrado sobre el drama de las mujeres de la familia Kennedy escrito por Pearl S. Buck, probablemente un regalo de la
caja de ahorros por domiciliar la nómina intermitente de mi padre.
Quizá esa carestía fue la que, inconscientemente, hizo que,
al cabo de los años, ya en la adolescencia, cuando empezaba a cambiar a los
héroes del fútbol por los de la pluma, dedicara las tardes a saquear librerías,
grandes almacenes y alguna biblioteca pública (de esto es de lo más que me
arrepiento) con el fin de contar, al fin, con mi propia colección de literatura.
El propósito era sumar volúmenes, y no tanto leerlos. Para eso, pensaba, ya
habría tiempo. Todavía recuerdo el placer –más numérico que otra cosa- que sentí cuando pasé de
los cien títulos.
Con el paso de los años, sin embargo, lo de tener una
biblioteca ha dejado de ser aquel anhelo que me abocaba al delito reincidente,
aunque todavía fantaseo a ratos pensando que en la casa que la
familia de mi mujer tiene en Ávila acabaré construyendo un retiro como el de
Itzea, el caserón de los Baroja en Bera de Bidasoa, con sus papeles familiares,
sus maderas lustrosas, sus maquetas de navío y tantos otros fetiches.
Sin embargo, el otro día, de visita en Lanzarote, volvió a
entrarme el gusanillo. Paramos en Tías (cerca del turístico Puerto del Carmen)
a ver la casa de Saramago. La vivienda es mantenida ahora por su viuda, Pilar
del Río, para divulgar la obra del escritor portugués, que murió en 2010
después de casi dos décadas viviendo en la isla.
El chalet de paredes blancas, flanqueado por un jardín de
cactus, palmeras y ceniza volcánica, airea algunas incongruencias con la obra de Saramago. Me
sorprendió, por ejemplo, encontrar decenas de cuadros y objetos religiosos en
la última morada de uno de los narradores más declaradamente ateos de las
últimas décadas. Por lo que nos dijo Enrique, el guía descreído que nos enseñó la casa y nos invitó a café, Saramago era un devoto de los rastrillos de segunda mano y de las tiendas de
antigüedades.
También me llamó la atención la cantidad de cuadros, libros y
piezas decorativas con que Saramago inundó cada rincón de la vivienda. Su
literatura sintética y despojada, y el hecho de que eligiera para vivir un lugar
tan seminal, agreste y apartado como Lanzarote –en otro tiempo lugar de exilio
político-, me habían hecho suponer que este hombre viviría como un monje
budista.
Al otro lado de la calle, en una casa grande y blanca que
ahora da a la glorieta que lleva su nombre, Saramago mandó construir labiblioteca de mis sueños. Un amplio espacio rectangular, perfectamente
organizado y protegido de la luz cegadora de Canarias, y donde descasan más de
15.000 volúmenes en varios idiomas y formatos, además de otros papeles y
decenas de tesis sobre el escritor firmadas por investigadores de todo el mundo,
en robustas y estilizadas baldas de madera clara.
La sala está presidida por
una enorme mesa de despacho donde Saramago debió pasar muchas horas
“acariciando lomos”, como a él le gustaba decir, y dando cuerpo a sus últimas
novelas. En la isla canaria, donde recibió a mucha gente, escribió El ensayo sobre la ceguera, La caverna o
Todos los nombres, siempre desde la pantalla iluminada de un ordenador de ultima generación y mientras afuera el
viento pertinaz traído por los alisios seguía modelando, con paciencia de artesano, el paisaje volcánico.
La línea moderna del mobiliario y el fondo amarillo chillón
del retrato que preside la estancia, y que hizo del autor y su pareja el
artista checo Jiri
Dokoupil, contrastan con la quietud antigua del lugar, inundado
por ese olor a sacristía que tienen las casas bien. Aquella mañana, de visita
en la casa de Saramago en Tías, en Lanzarote, en el silencio meloso de su sala
de lectura, bajo la mirada atenta de Cervantes,
Camoens, Pessoa o Drummond de Andrade, me entraron ganas de echar
allí el día, leyendo y regocijándome
con la biblioteca que nunca tendré, y desoyendo a mis hijos, que soñaban con una playa de arena fina.
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