Tengo un vago recuerdo de César Manrique. Su activismo le
llevaba con frecuencia a la televisión y los periódicos cuando yo era un chaval.
En mi cabeza guardo la imagen de un hombre pizpireto, desinhibido, alejado
siempre del apocamiento que se les supone a los canarios. Siempre yendo o
viniendo, con el pecho descubierto o con el mono azul, cargando afanosamente un
par de cacharros de pintura, o haciendo equilibrios con su cuerpo atlético, subido
a alguna roca volcánica de forma imposible o al campanario de su casa de Tahiche.
Tengo que reconocer que su vehemencia y ese don para estar en tantos sitios a la vez me causaban un rechazo infundado. Hoy no puedo decir lo mismo. Viendo el álbum de fotos personales que se exhibe en la fundación que lleva su nombre, en Tahiche, en medio de un mar de lava, me llama la atención una instantánea en la que aparece, megáfono en mano, arengando a un grupo de ciudadanos hartos como él
de las tropelías urbanísticas de unos políticos casi siempre movidos por la
codicia y el cortoplacismo. Manrique
nunca se identificó con los artistas que vivían de espaldas al mundo y a los
problemas de los vecinos.
Manrique fue un pionero en muchos sentidos. Ya durante la
década de los 70 advirtió de la catástrofe que para Canarias y su frágil naturaleza
suponía la proliferación como setas de hoteles, bungalós y chalets. Los ojos de
Manrique veían cómo las primeras oleadas de turismo en masa que llegaban a
Tenerife o Las Palmas arruinaban sus costas y empezaban a desequilibrar el
frágil entorno insular.
A la vuelta a su Lanzarote natal a finales de los sesenta, y
después de haber pasado un par de años en Estados Unidos, se mueve con
determinación para evitar esta degradación también en su isla. Había que evitar
los errores de las islas mayores y marcar un modelo propio. “No tenemos que
copiar a nadie”, era el eslogan que Manrique y los responsables del Cabildo lanzaroteño
pregonan por aquella época. Es un milagro que la vanguardia estética y
ecológica de Manrique fuera entendida al mismo tiempo por las autoridades –ahí fue
clave la sintonía del artista con Pepín Ramírez, presidente del Cabildo- y por
los vecinos de la isla, y que lograra así vencer los intereses de empresarios y
políticos miopes sometidos a la dictadura del beneficio rápido.
Sin embargo, ya en los ochenta, Manrique declara que las
cosas no están yendo como debieran. En un significativo texto que lleva por
título “Lanzarote se está muriendo” ve con alarma el desproporcionado aumento
de coches en la isla, la falta de espacios naturales en los pueblos y el
deterioro de los volcanes a consecuencia de la extracción de picón. “A
Lanzarote no viene la gente para ver semáforos, ni automóviles en fila, ni a
descansar en baratos y chapuceros apartamentos, pues esto no es atractivo para
nadie. Lanzarote se está convirtiendo en un suburbio turístico”.
Por los escritos del artista que recoge Fernando Gómez
Aguilera en el libro La palabra encendida, tengo la impresión de que Manrique,
que muere en el año 92 en un accidente de coche, se va con el convencimiento
lacerante de que sus esfuerzos por preservar el paisaje de la isla y armonizar
la presencia del hombre en el entorno austero, pero de sensacional cromatismo
de Lanzarote, había sido en balde.
Sin embargo, y a pesar de algunos desmanes, Lanzarote hoy es
una isla “diferente”, “con encanto”, como subrayan con monótona retórica los
folletos turísticos, y bastante preservada. El turismo masivo de hoteles,
apartamentos y bungalós existe. Solo hay que ver el ir y venir de aviones de
Ryanair o de compañías de charter en el aeropuerto de Arrecife. Pero también es
cierto que está concentrado en una franja reducida de costa alrededor de la
capital, y que la urbanización caótica y descontrolada en montañas, valles y
barrancos, que se ve en otros puntos de Canarias, aquí es inexistente.
Además, siguiendo una tradición centenaria, las casas
blancas de trazado esquemático y de una sola planta son moneda corriente en
todos los pueblos de la isla, excepto en la capital, Arrecife, lugar de llegada
para muchos inmigrantes atraídos por el último boom de la construcción.
En 1974, Manrique, en su afán de combatir la estandarización
que promueve el turismo internacional, publica un libro, Lanzarote,
arquitectura inédita, donde elabora un catálogo de elementos a mantener de la
vivienda tradicional. Su propia casa, hoy convertida en museo y fundación,
marca el camino de esta recuperación. La horizontalidad, los amplios ventanales
con los que se abre al paisaje de lava joven en el que se inserta y los
chillones muebles pop del gusto del artista que se reparten por las grutas
volcánicas que aprovecha la vivienda conviven con las techumbres de madera o
las vistosas chimeneas lanzaroteñas, de cierto aire oriental.
Es verdad. Lanzarote no ha escapado al turismo de masas, como
quería Manrique. Son millones los europeos que recalan allí cada año buscando el
sol eterno de la isla y las piscinas de los complejos de apartamentos de Puerto
del Carmen o Costa Teguise. Sin embargo, el que quiera encontrar esa isla
primigenia y eterna que tanto sedujo a Manrique solo tiene que coger un coche y
conducir 15 o 20 kilómetros. Se dará de bruces con el paisaje volcánico y
barroco del Parque Nacional de Timanfaya, agreste, duro y subyugante a la vez. Es
el mismo paisaje que inspira las rugosidades abstractas o declaradamente
funerarias de su pintura.
También se encontrará, en la comarca de La Geria, con
el relato vivo del vino de malvasía. Allí, con todo en contra, en un mar de
ceniza y lava joven, y con el embate permanente de los alisios y la pertinaz
sequía, los abnegados agricultores de la comarca han logrado mantener y hacer
productivos viñedos en algunos casos centenarios.
Hay quien dice que Manrique acabó convirtiendo Lanzarote en
un parque temático gracias a una arquitectura y una escultora efectistas. Hay
quien le ha reprochado la banalización del paisaje que él tanto sacralizó. Podría
ser. Sin embargo, hay que reconocerle a este hombre bajito y pizpireto una
inusual clarividencia para poner en la agenda, con varias décadas de antelación,
cuestiones que hoy nadie, ni el mandatario más insensible, se atrevería a
ignorar. Además, Manrique se afanó toda su vida por encontrar un lenguaje artístico
con el que cifrar la estupefacción que deja en el visitante el milagro de los ríos
de lava, cráteres y grutas volcánicas de Lanzarote. Y creo que lo consiguió.
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