Una visita al museo de la memoria en Berlín
En Berlín, a unos cuantos cientos
de metros de la bulliciosa Postdamer Platz, un edificio de nueva planta se
levanta en el solar que acogió en su día el cuartel general de la SS y de la
policía secreta alemana, la Gestapo. Parece una facultad universitaria moderna,
hecha de hormigón y cristal (muy al gusto de los alemanes y de los arquitectos
de relumbrón) y dividida en amplias salas, bien ventiladas e iluminadas.
La austera mole gris, que emerge
del centro geométrico del solar, como si de un buque fondeado en un lago
invernal se tratara, y que está flanqueada por el único tramo de muro que no
fue demolido por las autoridades o esquilmado por los buscadores de souvenirs,
alberga el centro de documentación Topografía del terror, un lugar destinado a
recordar a los alemanes y a los turistas despistados las tropelías del nazismo
y las consecuencias de la persecución y el exterminio que con tanta vehemencia
practicó la dictadura hitleriana.
El cubo de cristal y hormigón que
acoge Topografía del terror recibe cada año la visita de cientos de miles de
personas, pero que no goza del glamour y la promoción de los centros de arte
que se reparten por “la isla de los museos”, donde se encuentra el imponente Museo
de Pérgamo, con sus espectaculares frisos griegos o sus pórticos romanos.
Sin embargo, Topografía del
terror, un centro financiado por el estado alemán y gestionado por una
fundación compuesta por expertos alemanes y judíos de muy diversa orientación,
es un ejemplo de coraje cívico y recuperación de la memoria histórica que para
sí querríamos los españoles, y que no conviene perderse.
En los 200 metros del muro de
Berlín que quedan en pie y que reciben al turista, los gestores del centro
tienen desplegados estos días una exposición que da cuenta -con cientos de
fotos, recortes de periódico de la época y apuntes históricos- de las tropelías
del partido nazi durante 1933.
Esa exposición en la calle, a la
que el viandante puede acceder sin pagar entrada o sin mostrar siquiera el
carnet de identidad, da cuenta de la lenta pero inexorable caída de la
democracia en la Alemania de los años 30, y de la masiva aniquilación del rival
político llevada a cabo en todo el país por los más de 400.000 miembros de la
SA. Cientos de instantáneas muestran a comunistas, socialistas extremistas,
izquierdistas moderados del SPD, sindicalistas y católicos que fueron fatalmente
señalados por el nazismo pujante.
Se calcula que ya en 1933, cuando
la barbarie sólo estaba en fase de incubación, 80.000 alemanes ingresaron en
campos de concentración y unos 600 fueron asesinados por los partidarios de
Hitler en todos los rincones del país. Imagino a los jubilados alemanes que estos días se acercan a Topografía del terror purgando en silencio sus pecados,
mientras que a los más jóvenes no les queda más remedio que asumir la barbarie
y la inmoralidad promovida o consentida por sus ascendentes.
Ese espacio del horror, ejercicio
admirable de una sociedad que se sobrepone a sus vergüenzas a base de rememorarlas con rigor, también muestra
estos días cómo el régimen nazi obró en esos años para controlar toda la prensa
del país gracias a una estricta censura y a la persecución de los que no
mostraban por anticipado su obediencia.
Por lo que leo en los folletos del centro, el año pasado, en estas mismas
salas que recorro hoy frenéticamente, absorto con la crónica detallada y
exquisitamente documentada de tanto desvarío, los visitantes se toparon con el
capítulo inasumible del programa de “eutanasia infantil”.
Aquel programa –por llamarlo de
alguna manera- acabó con la vida de muchos niños y adolescentes alemanes que,
por sufrir alguna minusvalía física o psíquica, se alejaban fatídicamente del
ideal racial que la intelectualidad nazi se empeñaba en legitimar con toda
clase de teorías seudocientíficas. Tan sólo durante 1945, esta derivada del
exterminio, que contó con la colaboración de pediatras de todo el país, acabó
con la vida de más de 10.000 niños.
Hoy, en esta tarde soleada y
agradable de septiembre en Berlín, todavía me da tiempo para contemplar en este
templo del recuerdo instantáneas de dirigentes y burócratas nazis tomadas una mañana
cualquiera de hace 70 años. En una se ve a un grupo de hombres y mujeres
en el campo, sonrientes y tocados con un ridículo sombrero infantil. En otra,
varios funcionarios posan con cara más seria en una escalera ministerial, quizá
apremiados por el trabajo pendiente en sus despachos, rebosantes de expedientes
de deportación sin cumplimentar.
En la instantánea más llamativa, un anciano
riega con mimo su jardín. Se nos dice que la foto del viejo nazi de aspecto
venerable está tomada en Argentina muchos años después de la Segunda Guerra
Mundial. Allí, a miles de kilómetros de distancia de la vergüenza, el tierno y
afable abuelo había empezado décadas antes una nueva vida de patricio,
seguramente con una identidad renovada.
Viendo estas fotos de gente
“normal” en la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, viene al pelo la
reflexión que Hannah Arendt hace a principios de los sesenta en su libro Eichmann en Jerusalén, que tan de moda se ha puesto por la excelente película que le
dedica Margarethe von Trotta:
"El mal no es nunca ‘radical’, sólo es extremo, y carece de toda
profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y
reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo
por la superficie. Es un ‘desafío al pensamiento’, como dije, porque el
pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el
momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no
encuentra nada. Eso es la ‘banalidad’. Sólo el bien tiene profundidad y puede
ser radical."
Una de las salas de la Topografía
del terror está presidida por una foto aérea del Berlín de 1945, cuando la
guerra estaba acabada o a punto de hacerlo. Uno puede reconocer el trazado de
algunas calles y parques principales (Brandenburgo, Unter den Linden,
Tiergarten o Friedrichstrasse), pero nada más. Los edificios
decimonónicos del Berlín de entreguerras y los colosales ministerios que
salieron de los estudios de los arquitectos nazis habían quedado hechos trizas.
En la foto vemos una ciudad casi
irreconocible, fatalmente borrada del mapa y que sería reemplazada más tarde por
el vacío de la posguerra y a última hora por la fiebre especulativa de la
unificación. Hoy Berlín sigue siendo una ciudad a medio hacer y con un punto
kitsch, donde el último ingenio arquitectónico de Foster se mezcla con el
bloque de oficinas comunista reconvertido en sede de la cancillería o con las escasas iglesias barrocas que aguantaron el asedio de la aviación aliada.
Sin embargo, esa
reunión de ricos y pobres que trajo la unificación, y sobre todo la
omnipresencia de un pasado trágico que se muestra con rigor y sin sectarismos y que va mucho más allá de la recuperación turística
del Checkpoint Charlie, convierten
a esta ciudad ajetreada y crápula (para los estándares alemanes) en un lugar
necesario y en un modelo a seguir, sobre todo en España.
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