Afirman los científicos que en la parte más
arcaica de nuestro cerebro residen las funciones instintivas y fisiológicas,
las radicalmente genuinas de nuestra condición animal. En esa porción
irreductible de nuestro mente, que no se atiene a la razón puesto que es puro
instinto, es donde registramos los olores, el olfato es el más antiguo de
nuestros sentidos. No es, por tanto, de extrañar que algunos aromas posean más
fuerza evocadora que estímulos tan poderosos como la música o las imágenes
fotográficas. ¿Quién no ha recordado vivamente momentos concretos de su pasado
al percibir de repente el olor de una comida o de un perfume?
Con un planteamiento aparentemente simple,
casi frívolo, un catálogo alfabético de olores (desde “Abeto” hasta “Viaje”)
asociados a instantes concretos de su vida, Philippe Claudel logra en Aromas mover algunos de nuestros más
íntimos recuerdos, alojados en el oscuro desván de nuestro cerebro primitivo, a
través de la evocación olfativa de los suyos.
Claudel vivió su niñez en la misma Francia
rural que acoge todavía su hogar. En ese mundo, mucho más cercano a la medida
del hombre que el páramo aséptico de la ciudad, los olores forman parte
intrínseca de la vida cotidiana. Una cita del capítulo denominado “Urinarios” ilustra a la perfección la importancia que Claudel concede a los olores: “Nuestro mundo sueña con ser inodoro, es decir, inhumano. En los siglos
que precedieron a éste, todo olía, mejor o peor. Acorralamos los olores, los de
nuestros cuerpos y nuestras ciudades, como a peligrosos delincuentes que nos
recuerdan que producimos humores y que éstos apestan. Siendo un crío, entro en
un urinario, y hiede. Ni me sorprende ni me molesta…”
En cada capítulo, incitado por el olor
evocado, el autor desgrana los momentos más significativos de su niñez, su
juventud y sus primeros años de madurez y reflexiona sobre la relación entre
los sentimientos, los sueños y el mundo real.
El heterodoxo catálogo olfativo de Claudel
no desdeña ningún aroma, por desagradable que por sí mismo pudiera parecer (“Estiércol”, “Carroña”…), ni se atiene a las reglas de lo políticamente correcto
(“Vejez”, “Sexo femenino”…), porque todos los olores que cita (su lista
original constaba de cien aromas, que redujo al final a los sesenta y tres que
recoge el libro) tienen un significado para él.
Claudel va, así, dibujando una
autobiografía sensitiva en la que, recién llegado a la cincuentena, revisa su
vida íntima de forma casi poética (no en vano cita con frecuencia a Baudelaire)
y consigue que el lector, embebido con las sugerencias de cada aroma, se quede
soñando con sus propios recuerdos.
Claudel, cuya maestría literaria se ha
puesto de manifiesto en novelas brillantes, como Almas grises o El informe
de Brodeck, que desnudan los entresijos y las miserias del alma humana,
nos regala con Aromas un bellísimo
libro, de una exquisita sensibilidad.
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