A propósito de la lectura de Memorias líquidas, de Enric González
Hace no mucho Lluís Bassets,
periodista de El País, publicó un librito de título sugerente e inquietante, El último que apague la luz,
que adelantaba el duro trance que nos aguarda a los periodistas con la
imposición de los formatos digitales y sus inciertos modelos de negocio. En los
últimos tiempos, han sido muchos los que se han dedicado a analizar el futuro
de la profesión en un mundo dominado por Google y donde se impone la cantidad (y la rapidez) a la calidad. Hace unos años,
David Simon, en la excepcional quinta temporada de la serie The wire, también abría en canal la profesión valiéndose de la peripecia de los periodistas del Baltimore Sun, unos chicos con todo en contra para hacer una buena y
trabajada información, por las prisas que impone Internet, por el afán de
protagonismo de los redactores (el Pulitzer fuerza a los periodistas en Estados
Unidos a inventarse las historias) y por la imposición del criterio empresarial
como principal vara de medir la excelencia de un medio.
Memorias
Líquidas, de Enric González, es otro libro sobre el estado de la profesión,
aunque está escrito en primera persona y muchas de sus páginas son en realidad
un ajuste de cuentas con la dirección de El País, donde trabajó 30 años. Los
libros de Enric González acaban demasiado pronto. Es una pena porque están
dominados por una inteligencia elegante y sincera. Hoy es fácil encontrar en las librerías sus libros: tres o cuatro volúmenes de crónicas (desde Londres, Roma o
Nueva York, ciudades en las que fue corresponsal). Todos ellos nos dejan con la miel
en los labios. González lanza dardos certeros, pero no se recrea.
Escribe libros como durante más de tres décadas escribió sus artículos, sin una
línea de sobra.
Estas
Memorias líquidas son una pequeña crónica de su vida profesional, desde que
empezó en La hoja del lunes de Barcelona a mediados de los
setenta, siguiendo el consejo de su padre, porque él quería ser veterinario,
hasta su cantada salida de El País en el ERE de 2012, cuando ya era pública y
notoria su oposición a la gestión de Juan Luis Cebrián, el mandamás de Prisa.
Ante de empezar con los chascarrillos de El País, el libro habla de un mundo
que existió, pero que ya es leyenda, el de las redacciones de los años setenta y
principios de los ochenta, tan llena de profesionales borrachuzos y crápulas
del tardofranquismo, pero ya empezaban a estar controladas por los nuevos reyes el mambo, por los
delfines del pujolismo en Cataluña o por el emergente partido socialista en
Madrid.
Estas
mini-memorias rehúyen la complacencia que durante tantos años manifestaron los
periodistas de El País o de los que han estado cercanos a aquel proyecto, el
más influyente del periodismo español en las últimas cuatro décadas, todo hay
que decirlo. González nos habla del tiempo en que la redacción del periódico de Polanco era
el centro del mundo y un modelo a seguir, pero también de cómo el tiempo, la
inercia, la endogamia y los errores de gestión fueron socavando su futuro. A
muchos les interesarán los episodios en que cuenta sus desencuentros con la
dirección del periódico. Desde la primera (y premonitoriamente fría) reunión
con Cebrián, cuando le fichó para el periódico, a principios de los ochenta, a
los encontronazos con el actual director, Javier Moreno, cuando los dardos de
sus columnas eran rechazados y censurados sin miramientos y rubor por la
dirección.
Reproduzco
un párrafo del libro que me llamó la atención, y que habla de la incapacidad
que sagaces y experimentados periodistas, curtidos en mil batallas, manifiestan
para ver los cambios que se están produciendo ante sus narices y que están
acabando con la profesión que tanto les ha enganchado. El exceso de confort, la cercanía
al poder político y económico, la lejanía con los lectores y con la calle, la
burocratización, la inercia… son males que, junto al cambio tecnológico, han dejado en trance de muerte al periodismo, y El País donde González pasó tres
décadas no ha sido una excepción. Creo que es un cuento que nos podemos aplicar
los que seguimos (cada vez somos menos) ganándonos la vida como periodistas.
“Si se introduce
una rana en una olla de agua fría y se calienta el agua poco a poco, la rana no
hará nada por escapar. Se habituará al ascenso de la temperatura. Y acabará
hervida. En El País fuimos ranas. Supimos que muchos de nuestros compañeros
eran desplazados hacia empresas de nueva creación como antesala de la calle,
pero apenas rechistamos. Nos acostumbramos. Asistimos a la reducción de las
tarifas pagadas a los colaboradores hasta convertirlas en un chiste (entre 20 y
50 euros por una crónica larga y bien trabajada), pero nos pareció casi normal
porque la prensa estaba en crisis. Nos acostumbramos. Acompañamos en el
sentimiento a periodistas muy buenos que fueron arrinconados y despedidos por
participar en huelgas o no mostrarse sumisos ante los jefes y luego seguimos a
lo nuestro, porque para eso nos pagaban. Nos acostumbramos a eso. Y a compartir
redacción con periodistas jóvenes que no podían ni soñar en ser mileuristas. Y
a recibir y aceptar amenazas de la dirección si no firmábamos una crónica. Nos
acostumbramos”.
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PS: Una pega. El precio del libro de Enric González, publicado por el excelente magazine cultural JotDown, es de 24 euros. Demasiado para unas minimemorias que se leen en dos ratos.
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