Los españoles tenemos fama de ser gente muy abierta y dicharachera. Sin embargo, casi siempre el pudor nos puede. Es posible que muchos siglos de servilismo político y social alentado por la élite nobiliaria y católica nos hayan dejado sin un discurso propio y una literatura potente del yo, como la que sí tienen los países anglosajones o los nórdicos. Pienso en Bergman y en esos personajes torturados por sus dudas y por los pasos mal dados en la vida. Y en la capacidad del cineasta sueco para verbalizar ese torrente de frustración.
Cuando toca hablar de nosotros mismos, cuando toca de verdad retratarse, aquí se nos queda la boca pequeña. Por eso son muy raras las biografías o los volúmenes de memorias que pasan del mero retrato hagiográfico o que no acaban en el ajuste de cuentas. O que van más allá de un recuento notarial y sin sustancia de hechos y recuerdos "supuestamente" decisivos. Los libros de políticos son bastante frustrantes en este sentido. Pocos se atreven a reconocer sus miserias y a dar cuenta de las dobleces del personaje público supuestamente modélico que encarnaron.
Por eso son excepcionales los volúmenes de memorias del periodista Jesús Pardo (que curiosamente pasó muchos años como corresponsal de Efe en Londres). Empezando por ese inolvidable Autorretrato sin retoques, donde, como dice José María Guelbenzu, uno tiende a pensar que "la crueldad bien entendida comienza por uno mismo". También me queda en el recuerdo Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, un librito con claro afán literario, pero descarnado, sincero y conmovedor, sobre los encuentros y desencuentros que mantuvo el escritor con su padre, el pintor Juan Giralt.
Cuento todo esto porque estos días he vuelto a ver las películas de los Panero. Es algo que suelo hacer cada cierto tiempo, quizá para saber que estoy vivo o para asegurarme de que la inteligencia y la lucidez no se han esfumado definitivamente del planeta tierra. He vuelto a esas dos maravillas filmadas por Jaime Chávarri y Ricardo Franco porque murió hace poco Leopoldo María Panero, el poeta más maldito que ha tenido este país, el último de esa estirpe condenada y sin continuidad, de ese fin de raza que trajo al mundo Leopoldo Panero, poeta oficial del franquismo y padre sobre todo ausente. La primera, la de Chávarri, El desencanto, es una desmitificación de la familia burguesa y una audacia en un país como España, que en 1976 se debatía entre un pasado de bayonetas y la modernidad. La segunda, Después de tantos años, rodada a mediados de los noventa, es un poema sobre la devastación que produce el paso del tiempo, la locura y -cómo no- la impostura literaria.
Las dos películas sobre los Panero siguen esa senda de buena, intensa e interesante literatura del yo que tanto ha escaseado en España. O más bien del nosotros, porque aquí los protagonistas son los tres hermanos y la madre Felicidad, que llevan la voz cantante y explicitan los conflictos, y el padre laureado, una vaga presencia que sirve de contrapunto emocional. En El desencanto, el mito se está cociendo. Ahí, los locuaces Panero, a base de literatura y retazos de psicoanálisis, hacen saltar por los aires la institución familiar y hay quien dice que entierran simbólicamente a la dictadura representada por el padre, a la sazón bardo oficial del régimen.
A mí, y a pesar de su estudiada puesta en escena, me interesa más la segunda entrega, la filmada por Ricardo Franco y que es una crónica de caída y sordidez. “Toda vida es un proceso de derrumbe”, nos dice el misantrópico Juan Luis Panero recordando a Scott Fitzgerald en un momento de la película desde su casa del Ampurdán. “Yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”, nos había avisado en la primera entrega el joven Leopoldo María Panero recordando a Artaud, todavía con el brillo en la mirada que más tarde le iba a borrar la esquizofrenia. Y, entre ellos, como un trasunto de la madre muerta, Michi Panero, anulado por el tiempo, la decadencia física, las esperanzas rotas y la leyenda de una familia que, a pesar de las imposturas literarias, es protagonista de una de las mejores páginas autobiográficas que conozco. Ese Michi que al final de la película de Ricardo Franco, mientras recorre en Astorga las ruinas de la casa familiar y suena un tema de Loreena McKennitt, nos deja con una frase marca de la casa: "Lo que es un error es vivir, recién nacido deberías suicidarte". Ahí queda.
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