miércoles, 28 de mayo de 2014

Libros ni regalados





Cuando las cosas que uno aprecia cuestan poco dinero, es que uno ha comenzado a envejecer. Cuando un disco, o un CD, que uno valora cuesta 4 o 5 euros es porque uno se va convirtiendo o se ha  convertido en eso que antes se llamaba cariñosamente en un carroza y que hoy suena tan cursi.

Pero nada se ha devaluado tanto como un libro, ni los pisos de ladrillo visto que se acumulan en los secarrales de la periferia de las ciudades españolas.

Cuando uno va, casi con sentimiento de culpa, a donar una buena colección de libros a una biblioteca pública y se le dice, con la amabilidad que se dicen las cosas al loco inofensivo, que no interesan, es que la cosa va en serio.

Pocas cosas nos hacen cobrar más conciencia de obsolescencia que la pérdida de valor de los libros. Cuando voy caminando a la universidad por las mañanas paso delante de varios casas delante de las cuáles hay un pequeño expositor con libros para que el viandante preste o se lleve para siempre los que quiera sin permiso. Pocos hacen uso de su derecho ya que siempre parecen quedar los mismos aunque haya buenas ediciones de Moby Dick, Herman Hesse y muchos otros autores en otros tiempos considerados de postín.

Pasan las estaciones, las lluvias y los libros siguen allí, achacosos por la humedad, más solitarios, si cabe, que cuando el dueño tomó la decisión de deshacerse de ellos por primera vez.

Y es que los libros, excepto unas cuantas novedades y libros de texto que los estudiantes compran por obligación, no valen casi nada. Se han convertido en una molestia que hay que quitarse de encima . En un compromiso molesto, como cuando alguien nos presta un libro que le ha cambiado la vida para que lo leamos. No digamos si un colega ha escrito una novela y nos pide una sincera (e imposible) opinión de amigo.

Los libros son un molesto y áspero trago al final del día, ya cansados, con la conciencia intranquila de haberlo malgastado en tareas inocuas pero que consumen nuestras energías con fruición. Los libros se han transformado en un sentimiento de culpa que sentimos por no apetecernos agarrarlos en lugar de ponernos a navegar por Internet sin rumbo.

Los libros se han convertido en un coñazo que nos recuerda nuestras promesas incumplidas. Los libros que no hemos leído, que no hemos escrito ni escribiremos, que hemos comprado y vemos día a día como acumulan polvo mientras aplazamos perpetuamente su supuesto gozo con nimiedades.

Los libros son un tostón para la gente de la industria, los distribuidores y las editoriales que llaman por teléfono o mandan un correo electrónico a sus desconocidos autores preguntándoles que hacer con tanta copia sin vender en una nave industrial en Loeches o cualquier poblacho a las afueras de Madrid. Incinerarlos, reciclarlos, cualquier solución parece buena para deshacerse de lo inservible.

Mientras tanto los autores,  a los que nadie conoce, ni admira, que se ganan su vida con otros trabajos y encima ligan poco, se sienten culpables y felices de haber engañado al editor. Editores por vocación, que siguen cumpliendo su cometido porque sienten necesidad pero sin ilusión como el que se come un plátano a media mañana para matar el hambre.

El futuro ya no es lo que era, y escribir y publicar tampoco. Crecimos pensando que los libros eran un bien escaso que sólo podía disfrutarse efímeramente utilizando el servicio de préstamo de una biblioteca municipal. Que los libros eran lo máximo para aquellos que eran lo mínimo, que no sabían hacer la o con un canuto, como nosotros.

Hoy nos hemos dado cuenta de que los libros eran un bodrio, aunque no nos podamos pasar sin ellos, nos joda su declive y los añoremos.


No ha hecho falta la iglesia o la dictadura perfecta, como señalaban los agoreros, para acabar con el interés por los libros, tan sólo la pasión que sentimos la mayoría por los deportes y las series de HBO.

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