Cuando
las cosas que uno aprecia cuestan poco dinero, es que uno ha comenzado a
envejecer. Cuando un disco, o un CD, que uno valora cuesta 4 o 5 euros es
porque uno se va convirtiendo o se ha
convertido en eso que antes se llamaba cariñosamente en un carroza y que
hoy suena tan cursi.
Pero
nada se ha devaluado tanto como un libro, ni los pisos de ladrillo visto que se
acumulan en los secarrales de la periferia de las ciudades españolas.
Cuando
uno va, casi con sentimiento de culpa, a donar una buena colección de libros a
una biblioteca pública y se le dice, con la amabilidad que se dicen las cosas
al loco inofensivo, que no interesan, es que la cosa va en serio.
Pocas
cosas nos hacen cobrar más conciencia de obsolescencia que la pérdida de valor
de los libros. Cuando voy caminando a la universidad por las mañanas paso
delante de varios casas delante de las cuáles hay un pequeño expositor con
libros para que el viandante preste o se lleve para siempre los que quiera sin
permiso. Pocos hacen uso de su derecho ya que siempre parecen quedar los mismos
aunque haya buenas ediciones de Moby Dick, Herman Hesse y muchos otros autores
en otros tiempos considerados de postín.
Pasan
las estaciones, las lluvias y los libros siguen allí, achacosos por la humedad,
más solitarios, si cabe, que cuando el dueño tomó la decisión de deshacerse de
ellos por primera vez.
Y es que
los libros, excepto unas cuantas novedades y libros de texto que los
estudiantes compran por obligación, no valen casi nada. Se han convertido en
una molestia que hay que quitarse de encima . En un compromiso molesto, como
cuando alguien nos presta un libro que le ha cambiado la vida para que lo
leamos. No digamos si un colega ha escrito una novela y nos pide una sincera (e
imposible) opinión de amigo.
Los
libros son un molesto y áspero trago al final del día, ya cansados, con la
conciencia intranquila de haberlo malgastado en tareas inocuas pero que
consumen nuestras energías con fruición. Los libros se han transformado en un
sentimiento de culpa que sentimos por no apetecernos agarrarlos en lugar de
ponernos a navegar por Internet sin rumbo.
Los
libros se han convertido en un coñazo que nos recuerda nuestras promesas
incumplidas. Los libros que no hemos leído, que no hemos escrito ni
escribiremos, que hemos comprado y vemos día a día como acumulan polvo mientras
aplazamos perpetuamente su supuesto gozo con nimiedades.
Los
libros son un tostón para la gente de la industria, los distribuidores y las
editoriales que llaman por teléfono o mandan un correo electrónico a sus
desconocidos autores preguntándoles que hacer con tanta copia sin vender en una
nave industrial en Loeches o cualquier poblacho a las afueras de Madrid.
Incinerarlos, reciclarlos, cualquier solución parece buena para deshacerse de
lo inservible.
Mientras
tanto los autores, a los que nadie
conoce, ni admira, que se ganan su vida con otros trabajos y encima ligan poco,
se sienten culpables y felices de haber engañado al editor. Editores por
vocación, que siguen cumpliendo su cometido porque sienten necesidad pero sin
ilusión como el que se come un plátano a media mañana para matar el hambre.
El
futuro ya no es lo que era, y escribir y publicar tampoco. Crecimos pensando
que los libros eran un bien escaso que sólo podía disfrutarse efímeramente
utilizando el servicio de préstamo de una biblioteca municipal. Que los libros
eran lo máximo para aquellos que eran lo mínimo, que no sabían hacer la o con
un canuto, como nosotros.
Hoy nos
hemos dado cuenta de que los libros eran un bodrio, aunque no nos podamos pasar
sin ellos, nos joda su declive y los añoremos.
No ha
hecho falta la iglesia o la dictadura perfecta, como señalaban los agoreros,
para acabar con el interés por los libros, tan sólo la pasión que sentimos la
mayoría por los deportes y las series de HBO.
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