A mi padre, su padre nunca le llevó a un parque. Sencillamente no existían en la primera posguerra en la que mi padre se hizo hombre antes de tiempo. Mi padre también me cuenta, con cierta tristeza y buscando en mí una mirada de asombro, cómo unos Reyes Magos generosos un año le dejaron un par de naranjas y el carrito muchas veces soñado, un artilugio rudimentario que dejaría perplejo a cualquier niño de hoy, y que en realidad era una lata de sardinas reciclada y ensamblada a base de alambres, y con una caña de azúcar en un extremo que hacía de tracción.
La generación de mis padres no tuvieron parques infantiles, la mía empezó a experimentarlos con recias y metálicas instalaciones hijas de un desarrollismo atropellado y mis hijos se han pasado media vida en ellos, en estos de ahora, perfectamente delimitados y estudiados, con los columpios y los toboganes ergonómicos, con el metal recubierto de confortable plástico o de madera, protegiendo siempre a sus pequeños usuarios temerarios de los salientes o las rebabas traicioneras. Parques recubiertos de suelo sintético, para amortiguar los golpes, y con las salidas y las entradas bien visibles, para facilitar el control de los progenitores. Esos parques que las madres tanto agradecen, pero que los sociólogos y los estudiosos critican porque, según dicen, restringen la creatividad de los niños e impiden sacar provecho a las ilimitadas energías de ese homo ludens que, nos recuerdan, todos llevamos dentro.
La exposición Playgrounds, reinventar la plaza, que está hasta finales de septiembre en el Museo Reina Sofía, da cuenta de las transformaciones que ha tenido el parque infantil desde mediados del siglo pasado hasta hoy. Y también de la contradicción que para muchos existe entre la domesticación propuesta por los promotores del parque moderno, y el ideal de libertad que debe buscar una sociedad a través del juego.
La muestra recorre la evolución del parque de juegos desde los tiempos en que estos espacios solo estaban en la mente de avanzados arquitectos y urbanistas nórdicos, y los niños no tenían más remedio (o la suerte, según se mire) de pasar su infancia en los descampados y los estercoleros de una Europa en ruinas, devastada por la guerra. Esos lugares que sublimó el neorrealismo italiano y que dieron lugar a películas inolvidables como Alemania año cero, de Roberto Rosellini.
Precisamente, la muestra del Reina Sofía recuerda la figura del danés Carl Theodor Sorensen o la de la inglesa Lady Allen of Hurtwood, la promotora de los adventure playgrounds, que recuperan terrenos residuales y zonas bombardeadas como espacios destinados a promover la autonomía infantil. Pero también rescata la del artista y activista sueco Palle Nielsen, que en 1968 construyó un parque libre de la mirada de padres y educadores, en mismo interior del Moderna Museet de Estocolmo; o la del arquitecto holandés Aldo van Eyck, que en las décadas más espléndidas de la socialdemocracia construyó en Amsterdam más de 700 parques infantiles, guiados todos ellos por la integración en el tejido urbano y por una concepción de la ciudad como terreno de juego. También se pueden ver en las frías salas del Reina Sofía referencias al avanzado movimiento holandés Provo, que a medio de los sesenta reclamaba la gratuidad de la vivienda y del reparto de bicicletas, y combatía "la apatía social y la naturaleza alienante de la sociedad del espectáculo" con la conciencia del presente y del juego participativo. Ideas seminales para un Mayo del 68 que estaba a la vuelta de la esquina.
Playgrounds también nos habla de la recuperación de los espacios públicos de las ciudades, casi siempre amenazados por los intereses económicos. Y más en concreto, de la conversión de la plaza en un lugar de reivindicación política, como evidencian el activismo reciente de Tahrir, en El Cairo, el 15M de la Puerta del Sol o las protestas de Syntagma, en Atenas, o de Liberty Square, en Wall Street. Si en el siglo de los extremos y las luchas de clases, como le llamó Eric Hobsbawn, las protestas políticas y sociales acababaron con el derramamiento de sangre y la aniquilación del adversario, en este siglo XXI que empieza la vertiente lúdica de los parques infantiles ha contagiado las reivindicaciones de los adultos, que en plazas de medio planeta piden la renovación o el derribo definitivo del statu quo con tamboradas, bailes y performances, en otra variante laica del poder transgresor del carnaval. Y es que, al fin al cabo, niños exultantes y mayores descontentos o humillados por el sistema económico y político coinciden en buscar en el playground o en la moderna street-party la gozosa suspensión de la realidad.
NOTA: la foto que abre este post es de Joan Colom y está datada entre 1958 y 1961.
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