Conviene
leer los siete cuentos que componen este librito de José Ángel González Sainz
muy despacio, o quizá dos veces. Por el misterio que envuelve a las historias y por la exquisitez de su prosa, puro deleite. La escritura de González Sainz es precisa y está
muy trabajada, y casi siempre se impone a la minúscula trama de sus relatos. Es probable que
lo que nos llega finalmente publicado por Anagrama, en este caso 130 páginas que se leen en dos tardes, sea el producto de un arduo ejercicio de
contención y también de cribado. Intuyo que González Sainz trabaja como el poeta o el músico que saca
adelante un tema a base de tachar y tachar en la libreta y repetir acordes hasta la
extenuación.
Algunos
relatos son sencillamente perfectos, aunque se nos escape su sentido o éste se
multiplique por la indefinición en la que los deja el autor, lo que los hace aún más atractivos. El poco comercial González
Sainz nos habla de un mundo (provinciano y rural) periclitado y suspendido en el tiempo, sin
referentes más allá del discurso interior de unos personajes perplejos, siempre a la busca de respuestas en unas palabras -esquivas, provisionales- que le dan poderío al texto, pero que
perpetúan sus dudas sobre el amor, la muerte, la soledad, el paso del tiempo, la libertad o el deseo. “De existir con independencia de mi mente, qué pinto entonces yo”, se
pregunta sin afanes filosóficos el protagonista de Durante el
breve momento que se tarda en pasar, un padre hipnotizado por la figura perfecta
de una mujer detrás de un escaparate.
Con
pocos pero trabajados recursos, González Sainz nos presenta instantes de existencias despojados de cualquier referencia temporal y casi espacial, momentos
que, al fin y al cabo, hacen la vida misteriosa, pero plena. Las palabras,
su musicalidad e incluso la puesta en cuestión de su sentido son los elementos con los que el escritor crea la tensión que nos mantiene atentos al relato hasta la última línea. El miedo de una madre que ve cómo su hija
se acerca al precipicio mientras juega a hacer pompas de jabón; el anciano que
anuncia su muerte a sus amigos de tertulia en el café y espera que éstos la
acepten como si nada; el padre de familia que es seducido por la embriagadora sonrisa de la
vendedora de helados a que acude con su hijo; el excursionista que no sabe cómo
abordar el encuentro con otro andante solitario camino del río... Y, como los de Alice Munro, los relatos de González Sainz toman el giro definitivo a la vuelta de una frase, cuando uno menos se lo espera.
Dice
Jon Juaristi que González Sainz es un maestro del idioma que se prodiga menos
de lo que sería deseable. Probablemente tenga razón. En 25 años ha sacado
cuatro libros, historias que, fiel a su estilo, quedan condensadas en libritos de pocas páginas pero exquisita literatura. Ojos que no ven, el anterior, tuvo cierta
repercusión porque nos hablaba de las heridas que deja el nacionalismo en una
familia de emigrantes en el País Vasco. Ahí, la política era pretexto para
hablar del eterno conflicto paterno-filial y del destierro interior que sufren
los que viven ajenos a las fascinaciones de la mayoría.
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