Ejemplaridad pública, de Javier Gomá (ed. Taurus)
A pesar de lo que su título y la ilustración de portada
pudieran llevar a pensar, Javier Gomá no habla casi de los políticos. Sólo muy al
final, y más bien de pasada, se refiere a la necesidad de que los gobernantes
(y también los funcionarios) ayuden a consolidar una buena sociedad a través de
su ejemplo personal. La ejemplaridad que propone Gomá como vertebradora de una
verdadera democracia no está asociada solamente a la vida de unas cuantas
personas influyentes o con cargos públicos, y, menos aún, a la de esos
deportistas o personajes del show business que hoy tan efectivos son en la
difusión de modelos de vida.
La ejemplaridad que reclama Gomá para consolidar la
democracia es la del hombre corriente, la del ciudadano maduro y responsable que ha asumido
su finitud y la de los demás, su lugar en el mundo, recordando el título de
aquella bella película. O también la del trabajador que se toma en serio su desempeño.
Como es entendible a estas alturas de la película, en su reivindicación del
ejemplo como camino para la socialización, Gomá rehúye los planteamientos
elitistas y aristocráticos de Nietzsche u Ortega, o los convencionalismos y
pacaterías de las religiones institucionales. En su lugar, busca vía
interesante, pero también complicada, quizá por poco transitada.
Su ética es igualitaria y persuasiva, y los
códigos se difunden en un plano horizontal, y no de arriba abajo, como era la
norma hasta la Ilustración. Todos, nos viene a decir Gomá, somos iguales por la
simple condición de seres mortales y sufrientes que nos ha sido dada. Y, por eso,
somos ejemplos para los demás, al tiempo que también debemos recurrir a los
otros para guiar nuestra vida. También aboga Gomá, para su reconstrucción del
edificio democrático y de la vida en común, por una revalorización de las
costumbres, otra palabra muy devaluada por décadas de vendaval nihilista
y sesentayochista.
El libro de Gomá es de largo alcance, y echa la vista atrás dos
o tres siglos para identificar el origen de la desmembración actual de la
sociedad y de la dificultad que tenemos para vertebrarla y acordar metas
colectivas. No deja de reconocer el autor el valor de la Ilustración y la
Modernidad como momentos clave para la consecución de la libertad individual y
la eliminación progresiva de ataduras y opresiones que parecían eternas.
Pero también recuerda que ese mismo proceso no ha dado lugara la autonomía moral que pregonaron sus valedores. En su lugar, el romanticismo
situó al yo y sus manifestaciones estéticas por encima de todas las cosas,
llevándonos a anteponer el proyecto personal al colectivo, e impidiendo
convertir la vulgaridad de origen del hombre y esa “ociosidad subvencionada,
típica de la minoría de edad” en un proyecto de vida plenamente civilizado. En
definitiva, a falta de las vías de socialización que siempre hemos encontrado
en las buenas costumbres y en las vidas ejemplares, el proyecto democrático se
nos ha puesto muy cuesta arriba.
Gomá lleva más de una década dándole vueltas a conceptos como
imitación, ejemplaridad o costumbre como ejes para consolidar un buen sistema de convivencia, y, al mismo tiempo, denunciando a los defensores de la
transgresión por la esterilidad de sus propuestas. En Ejemplaridad pública ha vuelto a la carga, para llamar otra vez la atención sobre el proceso civilizatorio que truncó el romanticismo y el omnipotente subjetivismo que éste legitimó.Transgredir hoy, le he oído
decir a Gomá en alguna charla, es como ir en topless por una playa
nudista. Todo inventado por ese camino. Pero, por el otro, el que nos debe llevar a construir una sociedad de individuos plenamente autónomos en el plano moral y
con capacidad para acordar un destino común, casi no hemos empezado a andar.
El autor de Ejemplaridad pública pone todas las cartas sobre
la mesa en un espléndido prólogo que roba título a un libro de artículos de
Emilia Pardo Bazán: “la cuestión palpitante”. Después, mezcla capítulos
sugerentes y dominados por la claridad expositiva con otros más farragosos
donde el autor, abusando de las citas, enredándose en sociologías y llevado por su erudición sobre la filosofía
del derecho, nos hace perder hasta cierto punto el interés. Otra pega: Gomá culpa de casi todos
los males de la civilización occidental al subjetivismo romántico y la
excentricidad del artista, y, sin embargo, exculpa por omisión a la codicia
capitalista y al hedonismo materialista resultante, potenciadores y
legitimadores en muchos casos de ese yo desbocado e inmaduro que ha acabado imponiendo sus pataletas. En cualquier caso, es un libro interesante porque “quizá
no haya negocio más difícil que el de ser contemporáneo”.
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