Es
posible que lo inusual del proyecto que hay detrás de Boyhood haya dejado en
segundo plano a la película. Se ha hablado mucho de la tenacidad y del espíritu
aventurero de Richard Linkater, de los actores y de su equipo, que durante 12
años han rodado secuencias para construir esta historia de una familia
americana. Y es verdad que cuando uno empieza a ver Boyhood no puede evitar
pensar que lo que está viendo fue rodado en 2002, poco después de la caída de
las torres gemelas, y que ahora esas primeras escenas del protagonista en
bicicleta recorriendo el suburbio le llegan como la luz de una estrella
lejana que ya ni siquiera existe.
Sin embargo, al rato todo eso queda en segundo plano.
Boyhood no es una película “descomunal y sin precedentes”, como nos anuncian
enfáticamente los carteles publicitarios, y tampoco es perfecta. Sin embargo, a
uno se le queda grabada en la retina, y los interrogantes y ese sosegado y reflexivo existencialismo que destila te acaban acompañando cuando sales del cine, e
incluso mucho después. Aunque dura casi tres horas, uno se podría pasar seis,
nueve o doce horas siguiendo la peripecia de Mason y su familia, tan
fuera de norma en la forma, pero tan común y reconocible en el fondo. Linklater capta con su cámara un buen trozo de vida,
inventada, improvisada a ratos, supongo, pero verdadera. Y la enriquece y le da
profundidad con el tiempo que no vemos, tan o más protagonista en esta historia
que el que sí nos enseña. Y es que Boyhood (o Momentos de una vida, como la han
llamado en español) avanza a golpe de inevitable elipsis, para dejar claro que
el gran asunto que pone sobre la mesa es la vida, el paso del tiempo y el
sinsentido al que nos aboca.
Casi sin quererlo, y evitando los subrayados, Linklater te
regala metáforas donde materializa esa terca verdad, y la huella que va
dejando. A los pocos minutos de empezar, Patricia Arquette,que interpreta a la atractiva y abnegada madre de Mason
(Ellar Coltrane), pide al chico que le ayude a adecentar la casa de alquiler en
la que viven, y que tienen que abandonar para reunirse en Houston con la
abuela. Una de las tareas para Mason será borrar las marcas de estatura que ha
ido dejando en el marco de la puerta de su habitación, líneas que son testigos mudos del
paso de unos años que no hemos visto, pero que ya, sin darnos cuenta, hemos
asumido.
La de Linklater es una película sobre la familia americana
y sobre la vida de la gente corriente en aquel país, con sus traslados de casa
en casa y de suburbio en suburbio, siempre en busca de mejores oportunidades
laborales y del ansiado estatus. También es una historia sobre el matrimonio y
el divorcio recurrente como camino para la reinvención, y sobre la vida escolar
y sentimental de unos chicos de ahora (o de hace una década, lo mismo da) que
se enfrentan con sorprendente estoicismo y lucidez al desorden en que les han instalado
sus mayores. Linklater también nos habla del desencantamiento que la madurez
trae consigo. En un momento dado, el niño que creció fascinado por las
historias de Harry Potter pregunta a su padre dónde ha quedado esa magia
en un mundo que se le empieza a hacer incomprensible. Sin aspavientos, Mason
intuye que esa magia nunca va a retornar.
Casi al final de la película, uno de los protagonistas se
pregunta: ¿y todo esto para qué? La verborrea de los personajes de Linklater (como
ya pasaba en su famosa trilogía de amaneceres, atardeceres y anocheceres) y el prosaísmo
de las situaciones los pone a salvo de cualquier trascendentalismo pretencioso.
Aquí, la búsqueda de sentido es atropellada por la circunstancia del momento:
unas facturas que hay que pagar, el inminente traslado a otra ciudad por una
separación inesperada de la madre o la entrada en la universidad del joven
Mason. Pasar por los rituales
que impone cada edad y situación, cumplir con los convencionalismos, madurar,
envejecer, o ver cómo los otros van cambiando y también nos van percibiendo de
forma diferente, llena de preguntas a Mason y su hermana, y al tiempo les aleja
de cualquier certidumbre. Linklater rehúye las respuestas. Sólo el padre ausente, el lenguaraz y contradictorio
Ethan Hawke, hace casi siempre de contrapunto, dando lecciones que él mismo desoye o es
incapaz de suscribir. Quizá en eso consista la sabiduría: en hacer las
preguntas pertinentes y en no fiarnos del todo de las respuestas definitivas.
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NOTA: Se ha dicho que Boyhood tiene un antecedente en Up Series, un documental del británico Michael Apted producido por Granada
Television. Yo creo que tiene muy poco que ver, pero agradezco la
asociación que muchos han hecho porque me ha acercado a esta
joya irrepetible y –ésta sí- monumental del documentalismo británico
y mundial. Y es que desde 1964, Apted y su equipo han seguido la
pista a 14 niños británicos de muy diversos orígenes, entrevistándoles cada
siete años. En principio, el trabajo partió con la idea de demostrar cómo las
condiciones sociales y el entorno determinan las posibilidades vitales de cada
uno. Hoy, 50 años más tarde, se ha convertido en una obra casi inabarcable,
pero desbordante de humanidad y compasión.
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