El balcón en invierno, de Luis Landero
Pura alegría. Es lo que sentí cada noche, durante una
semana, con la lectura de este libro pequeño, pero maravilloso, de Luis
Landero, que habla de tantas cosas sustanciales, aunque se nos presenten como
menudencias y vaguedades de un recuerdo caótico y fatigado. El balcón en invierno es un libro dolorosamente bello y sincero que nos habla de la lucha de
una memoria que se resiste a perecer en ese mar de olvido que es la vida y el
paso del tiempo.
Landero vuelve la mirada a su infancia en la década de los cincuenta
en el campo extremeño y a la vida de esa familia de labriegos a la que perteneció.
También a los años, pobres, inciertos pero gozosos, de juventud en el barrio
madrileño de La Prosperidad, al que llegó en los sesenta con toda su familia, tras
un viaje idéntico al que hicieron millones por aquella época y que supuso, de
una forma inconsciente y en un abrir y cerrar de ojos, el final de una
civilización, la de una España rural que en lo esencial se había mantenido idéntica
desde la Edad Media.
Landero también recrea los orígenes de una pasión por la literatura que germinó, como flor en invierno, en una casa sin libros, y en un
ambiente sin canon, referencias o padrinos. Un milagro, se podría decir, pero
también la consecuencia de haber crecido en un mundo analfabeto pero felizmente
entregado al relato oral y a la invención. Y es que el niño que se refugiaba en
el desván y disfrutaba en secreto del rumor procedente de la conversación de mujeres
en el patio de la casa solariega, o que escuchaba atentamente los cuentos de la abuela Francisca, encuentra al cabo de los años, en pleno
solipsismo adolescente, el mismo gusto en la palabra escrita.
El libro de Luis Landero es bello y conmovedor, y uno lo lee
con el temor a que, de repente, llegue la última línea, y a que esa memoria
propia y ajena (quizá inventada, qué más da) deje de indagar y dé paso al
silencio y por tanto al olvido definitivo. Desde la madurez y la distancia
sideral que le imponen décadas de vida profesional tranquila y las rutinas de
la edad adulta, Landero se las ingenia para revivir las inquietudes y
fascinaciones del hijo de labriegos que descubre el mundo, al tiempo que rehace
la figura escurridiza y enigmática del padre abatido por la temprana enfermedad y encuentra
en la madre la mejor encarnación de ese mundo antiguo y enternecedoramente
ingenuo, de esa generación que padeció la guerra y que más tarde encajó con
tanta dignidad, y sin histerismos, las contrariedades y las despedidas que la
vida le tenía reservada.
Landero intenta recuperar la memoria de ese campo español que,
con el paso de los años, también se hizo urbanita y suburbial, anhelante de las
comodidades de la vida moderna en la ciudad. Y también aguza el oído para
recuperar un habla que está a punto de extinguirse y que irremediablemente se
irá cuando la generación de la guerra y de la primera posguerra, heredera de una cultura oral milenaria, ya no esté con
nosotros.
El balcón en invierno es un canto de amor a la infancia y a
la juventud, a ese tiempo de sueños en que todo es posible, y que
lleva al protagonista a trabajar en talleres, a vivir la farándula como guitarrista o a estudiar en
academias nocturnas. Y es un homenaje a
la literatura por su poder de evocación y por su capacidad para poner orden y
sentido “en el oscuro y errático devenir de los años”.
Para escribir este librito de cuestiones mayores, Landero
recurre a una versión muy íntima de lo que los anglosajones llaman non-fiction-novel. La realidad pone la base del relato, la invención la completa. El desorden de los recuerdos y de las confesiones del autor, que
prescinde del armazón clásico de la novela, finalmente dan a luz una obra
conmovedora, de personajes memorables (como el siempre animoso cuñado Paco, inventor
y soñador empedernido) y que afortunadamente recupera para los restos un mundo
que se fue. Como dice el propio Landero a modo de despedida, “un grano de
alegría, un mar de olvido”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario