Si tendemos a personificar exclusivamente en Nelson Mandela la
lucha contra el apartheid en
Sudáfrica no es sólo por la extraordinaria dignidad, dedicación y entereza con
la que el padre de la patria sudafricana actual vivió su compromiso con su
pueblo, sino por la estratégica decisión de los cuadros
dirigentes de la organización, hoy partido político, a la que pertenecía, el Congreso
Nacional Africano, que, conscientemente, crearon un ídolo que sirviera de
referente a las masas y a la prensa internacional.
Sin embargo, aunque la figura de Mandela fue esencial, el fin
del apartheid no hubiera llegado sin
el esfuerzo colectivo de miles de
sudafricanos de bien, incluidos algunos blancos como la Premio Nobel de
Literatura Nadine Gordimer, fallecida recientemente, a los 90 años, en
Johannesburgo. Gordimer mostró durante
toda su vida su compromiso por la justicia en su patria y nunca se cansó de
poner de manifiesto públicamente, durante y después del régimen del apartheid, la “impresentable brechasocial sudafricana”.
A la escritora le gustaba pensar que sería recordada, más que
por sus ensayos o su activismo político, por sus obras de ficción, siempre construidas,
para lo bueno y para lo malo (al menos desde un punto de vista literario) sobre
la base de sus convicciones morales.
Un buen ejemplo lo constituye su última novela, No time like the present, traducida en
España como Mejor hoy que mañana. Una
pareja (una mujer negra, Jabulile o Jabu, y un hombre blanco de madre judía, Steve), ambos
en su día intensamente implicados en la lucha contra el sistema y unidos en
matrimonio cuando tal cosa era ilegal en Sudáfrica, se muda con su hija a vivir
a una zona de clase media de las afueras de Johannesburgo, una vez finalizados
los tiempos del apartheid.
El contexto de la nueva vida de Steve y Balu es, de hecho, un
anticlímax frente a los tiempos más oscuros: hay que preocuparse del colegio de
la niña (y, más tarde, del de su nuevo hijo), de las siempre complicadas
relaciones con la familia y del resto de los muchos problemas de la vida
cotidiana. La historia no depara grandes sorpresas porque a la autora le
importa más describir la recién estrenada “normalidad” del país.
Lo mejor de la novela reside, sin duda, en la medida
descripción del telón de fondo de la Sudáfrica post apartheid. El país intenta denodadamente lograr la normalidad
democrática, pero amplias capas de la población siguen enfangadas en la
desigualdad, la violencia y la injusticia social mientras su clase política da
palos de ciego (como demuestra la historia del propio Mandela, los luchadores por la libertad no son necesariamente
buenos políticos). Steve y Balu, desde su nueva y acomodada posición y lejos ya
de la peligrosa, pero apasionante lucha clandestina, empiezan a tener preocupaciones burguesas y
se plantean, incluso, la posibilidad de emigrar a Australia…
No sé si es una cuestión de edad (de la mía o la de la autora), pero encuentro el estilo de la novela demasiado distante, mucho más frío del
que yo recordaba de las primeras novelas de Gordimer. Por otra parte, la trama
del libro es confusa y poco centrada en los personajes, perjudicada por el frecuente
empleo de frases muy largas y, muchas veces, demasiado complejas.
El hilo narrativo se pierde en digresiones y circunloquios sin
salida, y el interés por saber más de las vidas de Steve y Balu se desvanece por
momentos. El personaje más sugestivo, aunque sea por su incompetencia y su irrefrenable
tendencia al abuso del poder, acaba siendo el más lejano a la trama: el
presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma. Quizá, en el fondo, el activismo de Nadine
Gordimer le tendiera una trampa a su autora en este su último libro, que brilla
más por sus virtudes como crítica política que por las estrictamente literarias.
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