Agatha Christie y su inefable Hércules
Poirot forman parte de mi existencia más íntima. Siestas caniculares o tardes
otoñales de mi adolescencia cobraron sentido gracias a la compañía de este
detective floripondio y sagaz. Siempre capaz de resolver los misterios más
sorprendentes, Poirot era el héroe que hacia posible la felicidad, que todo
estuviera en su lugar; en un ambiente puramente burgués controlado por la
rutina y las buenas costumbres; garante de la decencia.
Muchas han
sido sus aventuras y sus desafíos, de los que salió vencedor, salvo en la
novela Telón, donde fue 'ejecutado' por su autora, hastiada de un personaje que
devoraba sus entrañas. El té como factor aglutinador de las relaciones humanas,
la modélica sociedad postvictoriana, el equilibrio permanente, las debilidades
humanas, los instintos criminales… componen los ingredientes de un cóctel que
Christie dominaba como nadie. Magistral y única.
Cuando supe que los herederos de la
autora más vendida de la historia habían decidido resucitar al detective belga,
enseguida sentí sentimientos cruzados. Poirot vuelve a la vida, pero ¿en qué
condiciones?, ¿era un ser postizo que se aparecía ante sus incondicionales
buscando una segunda oportunidad?, ¿o era más bien producto del ingenio
marketiniano que busca aprovechar el bagaje del detective para seguir
explotando la mina de oro?
Hay personajes que superan a sus autores. James
Bond, Asterix, Superman, Batman, Tarzán, Frankestein… todos ellos tienen la
fuerza suficiente para obviar a sus creadores y proyectarse al mundo como
paradigmas autónomos y con vida propia. Pero, con Poirot, me costaba desligarlo
de la dama británica y se abría ante mí el reto de leer una novela espúrea, con
todos mis prejuicios en guardia y con la sensibilidad a flor de piel.
Pero al mismo tiempo sentí una emoción
especial al abrir los lomos de una edición muy cuidada y que me invitaba a
despojarme de cualquier recelo. Y así empecé a leer esta historia que prometía,
ambientada en aquel Londres inmortal de Scotland Yard y tiempo inclemente. No
desvelaré ningún elemento clave del argumento que disuadiría su lectura. Pero
puedo decir que mis percepciones han ido variando a medida que devoraba sus
páginas.
La escritora Sophie Hannah ha demostrado ser una más que digna alumna
de Agatha, superándola en sentido del humor y enrevesamiento temático. Poirot
ha vuelto a la vida, aunque no siempre reconocible, por más que su autora se
empeñe en modelarlo a imagen y semejanza de su estereotipo. Ha rizado el rizo,
ha sido más papista que el papa, más poirotista que el propio Poirot.
Captar el alma es el ejercicio más
complicado y aquí el resultado ha sido desigual. Hannah se ha visto en la
necesidad de retorcer una historia para hacerla reconocible y sostenible frente
a su original. En gran parte de la novela ha logrado perpetrar el engaño y los
lectores así se lo reconocerán. En otros momentos de la novela, Poirot me se me
antoja demasiado perfecto, demasiado maquillado.
Tras leerme la última página de esta
novela, conducida por un nuevo secundario (el inspector Catchpool de Scottland
Yard), no quedo convencido de si estoy de acuerdo con perpetuar un personaje que
alcanzó todos los desafíos imaginables. Me ha gustado la novela, he disfrutado,
ha captado la esencia y con una traducción impecable nos abre de nuevo las
puertas de la ilusión de recuperar a un mito novelesco.
Pero ¿hasta qué punto
era necesario desempolvar el bombín y el bigote engominado? ¿liberarlo del
auspicio maternal de Agatha Christie? ¿Tiene licencia para ser una marca libre de
tutelas culturales? Me cuesta decidirme. La respuesta está en manos de los
lectores… yo prefiero callar mi veredicto, atormentado por dos sentimientos
contradictorios.
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