Reconozco que
antes de ponerme a escribir esta reseña pensé en seguir el hilo de Marilés y
reflexionar sobre las razones por las que sólo he sido capaz de leer Rayuela en
formato lineal y abundar sobre lo mucho que me ha acomplejado esta incapacidad.
Es un decir, hay cientos de libros que soy, he sido y seré incapaz de abordar.
También
se me ocurrió que podría hablar sobre las últimas óperas a las que he acudido,
incluida El Público de Lorca, que desprende un fuerte aroma morteriano, el del ya
fallecido y cuestionado director artístico del Teatro Real que, en su ocaso,
consiguió poner patas arriba una institución arcaica e inmovilista como pocas, con el olor a rancio como santo y seña.
Todavía recuerdo los sonoros abucheos a
los montajes escénicos de Alceste -con morgue y escena erótica incluida- o los
silbidos contra la videoinstalación de Bill Viola en Tristán e Isolda, frente
al atronador y unánime aplauso dispensado a Plácido Domingo y Ainhoa Arteta en
un Cyrano de Bergerac decimonónico y acorde con las normas y etiqueta exigida.
Otro tema
recurrente tiene que ver con la famosa cuota o paridad de género, que incluye una
crítica nada soterrada al propietario del blog, ante la manifiesta y descarada
ausencia de reseñas de libros de autoras y escritoras sean de la época que
sean. Quizás es que aborden temáticas recurrentes, sean más lineales o que
provoquen en el lector una reticencia o barrera perceptible por el mero hecho
de ser mujeres. ¿Quieren comprobarlo? Prueben a leer Los enamoramientos o El
jinete polaco pensando que quien lo escribe es una mujer y saldrán todos los
prejuicios del mundo. Yo lo hice y aparecieron igualmente a pesar de declararme
feminista de pro.
También quedó en
el intento mi firme propósito de hacer un comentario sobre Algo supuestamente
divertido que nunca volveré a hacer, de Foster Wallace, un encargo periodístico
que devino en una de las críticas más demoledoras y mordaces contra la
democratización del turismo que representan los cruceros. El autor de La broma
infinita realiza un somero estudio de
los gastos y costes que supone un crucero y dedica las ciento y pico páginas
del librito a intentar averiguar de donde proceden los beneficios que ganan las
compañías navieras.
El libro arranca
con una descripción hiperrealista y ruselliana de la sala de espera donde
aguardan los pasajeros antes de ser embarcados. Wallace describe de la misma
forma minuciosa tanto la textura y color
de los asientos, como el aspecto gris de las parejas de jubilados del medio
oeste americano, blanco de su crítica más corrosiva. La sucesión de individuos
vacuos y cosificados son descritos como un grupo de seres alienados a la
búsqueda de la felicidad perdida y nunca encontrada.
El texto también
incluye escenas divertidísimas sobre los infructuosos intentos del autor por
desentrañar el misterio del camarote siempre limpio y la camarera de
habitaciones invisible, con la que nunca consigue coincidir a pesar de sus
denodados y repetidos esfuerzos por descubrirla. Más corrosivo es el análisis
de las personalidades y caracteres de sus compañeros de mesa en las sucesivas e
interminables 'cenas del capitán', a las que Wallace se ve obligado a acudir con
el mismo y único traje pasado de moda que tiene disponible, cada vez más
mugriento y arrugado.
Wallace construye
un elaboradísimo documento, perfectamente válido para hoy en día, fruto del
exhaustivo examen que realiza sobre el crucero y en la que pone el énfasis
sobre la ingente cantidad de tripulación destinada a atender a los pasajeros
(casi dos por uno) o los interminables recursos dedicados al ocio por parte de
esta industria de la hospitalidad profesional en lo que parece una espiral sin fin
por entretener hasta la extenuación a los jubilados de California. Esa enorme
catarata de gastos sólo puede entenderse si resulta rentable, por eso Wallace
elabora su tesis en base al supuesto de que las bebidas alcohólicas permiten
alcanzar los ansiados beneficios.
El autor de este ensayo se suicidó ahorcándose el 12
de septiembre de 2008 después de un dramático vía crucis y el
descubrimiento de que el antidepresivo que había dejado de tomar por sus graves
efectos secundarios ya no le hacía efecto.