El tercer tomo (tomito, más bien, de 120 páginas editadas con
generosos márgenes y saltos de línea) de los diarios
de Iñaki Uriarte se lee con auténtico placer, pero también con la inquietud de
saber que se nos acabará pronto. En tres o cuatro horas irremediablemente
daremos cuenta de los pensamientos que Uriarte llevó al papel entre 2008 y
2010.
Sé de alguno que para seguir disfrutando de la prosa precisa y
puntiaguda de Uriarte han optado dejar estos libritos de pensées en la mesa de
noche para releerlos una y otra vez, o, si van de viaje, lo meten sin falta en
la maleta. Como el propio Uriarte creo que hace con su admirado Montaigne.
En un mundo de las letras que, como todos, anda contagiado por
la hiperactividad y el presencialismo enfermizo, sorprende un tipo como Iñaki
Uriarte, que rehúye el esfuerzo y casi la escritura, y que aparece más bien
poco por los medios y, en cualquier caso, mucho menos de lo que sus silenciosos
seguidores quisieran. Y también sorprende Uriarte (crítico de libros del diario
El Correo) por su afán de ser claro en cada línea y conciso en cada entrada.
“Tener buena letra significa en primer lugar tener una letra clara.
Escribir bien debería significar en primer lugar lo mismo, ser claro. Que la
letra y el estilo resulten además “personales”, “originales”, “bonitos”,
“artísticos” o “elegantes”, vendría después”. Interesante declaración de
intenciones en un país tan dado al circunloquio, el enredo o el exhibicionismo
de la erudición, aunque esto cada vez menos.
En el tercer volumen de sus diarios, Uriarte se pregunta por
el sentido de la propia escritura y nos habla de las dudas y nerviosismo que le
causa el saber que lo que dirá luego será leído por algunos. Otro Bartleby en
potencia. En las entradas, casi siempre cortas (excepto cuando escribe de
literatura –deformación profesional quizá-), Uriarte desvela las paradojas del
discurso oficial, del nacionalismo vasco, de eso que se llama “el sentido
común”, de lo políticamente correcto o de la sensiblería establecida. Y también
habla de sus viajes, una de sus aficiones.
También recurre a una punzante ironía para volver a hablarnos de su
familia (de emigrados vascos a Estados Unidos) y de sus amigos, y de las miserias
de la vejez en la vida de uno y del efecto abrasivo del paso del tiempo en las
relaciones. “Una semblanza solo es interesante si se consignan en ella las
ridiculeces”, nos dirá en algún momento, citando a Cioran.
En fin, Uriarte hace un sincero ejercicio de introspección,
sin impostar la voz y sin pretensiones de gran literatura. Ahora, a esperar a la próxima
entrega de sus diarios, aunque, al ritmo que va, no me extrañaría que tardara otros
cuatro o cinco años en volver a publicar. Mientras tanto, queda releer, por lo
menos por la paz de espíritu que deja tanto contrapunto.
La vida según Uriarte, en cuatro o cinco entradas:
Yo
pensaba haber publicado un diario “socialmente incorrecto”, con unas cuantas
opiniones no muy acordes a las ordenanzas, pero esto no parece haberse visto, o
no se le ha dado importancia. Debe de haber algo en el tono, en el estilo, o en
lo que sea, que me ha permitido decir que he vivido como un “okupa”, tomo
drogas, abomino del trabajo y creo que no hay que tener hijo, sin que por ello
se me caiga el pelo.
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Contrariamente
a lo que sucede a muchos, yo no tendría ni la menor gana de escribir sobre mi
infancia y mi adolescencia. Entre otras cosas, porque no me acuerdo de casi
nada, y de lo que me acuerdo es muy vulgar.
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Como
todas las tiendas, me agobian las librerías. Y recuerdo haber dejado de
frencuentar una por culpa de las entusiastas e interminables sugerencias del
librero. No voy a bibliotecas públicas. Me importa muy poco el olor y el tacto
de los libros, los subrayo, escribo en sus márgenes, doblo las esquinas de las
hojas. Algunos acaban destrozados. Los libros de viejo me dan aprensión e incluso
un poco de asco. No me importa tirar libros a la basura. Cada vez tengo más.
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Con un
pantalón claro y un Lacoste azul marino, me miro al espejo. Me recuerdo a aita.
En verano vestía así a menudo. Ama le compraba los primeros Lacoste en San Juan
de Luz. Todavía no los vendían en España. Aita mandaba a ama que les quitara el
cocodrilo. Hay gente que ha tenido relaciones muy enrevesadas con su padre. Yo,
no, aunque también es verdad que no lo conocí mucho. Y, sin embargo, mi
sensación es que aita soy yo mismo. Y a medida que pasan los años, más. Tal vez
acabe diciéndole a María que me quite el cocodrilo.
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Me cruzo
con el padre de M. por la calle. Nos saludamos, creo que con especial
cordialidad. Los dos somos personajes importantes en el libro de cuentos que
acaba de publicar su hijo. Los dos quedamos fatal.
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