Este año los chicos de primaria se han afanado en el cole por
entender los fundamentos físicos -y quizá las implicaciones poéticas- de la
luz. Han construido circuitos sencillos para ver cómo se propaga la
electricidad y también han experimentado con prismas para descomponer los rayos
del sol. Estamos en el Año Internacional
de la Luz, un iniciativa que promueve la ONU, para, según dicen sus
organizadores, “comunicar a la sociedad la importancia
de la luz y sus tecnologías asociadas”. Por eso, en los últimos meses encuentro
en los cuadernos y blocs de mis hijos más soles y bombillas que nunca.
En la Fundación Telefónica, en
Madrid, no han querido quedarse atrás y han acogido una exposición de Jim
Campbell, que estudió ingeniería electrónica y matemáticas en el famoso MIT de
Boston antes de convertirse en artista conceptual y recalar en la costa oeste
de Estados Unidos, en San Francisco. La exposición de Campbell en el
viejo edificio de Telefónica de la Gran Vía se ve pronto; no va más allá de
tres o cuatro instalaciones y 20 o 30 creaciones. Pero el recorrido que nos
propone es interesante, y nos obliga a desandar el camino impuesto por
ese papanatismo digital que prescribe que a más píxeles, más felicidad.
Frente al ruido de los videojuegos
y las películas en alta definición, y a esa recurrencia eterna de sus creadores a los clichés y las narrativas gastadas, Campbell desconstruye las imágenes de
las pantallas que nos asedian para dejarlas en sus elementos esenciales:
píxeles silenciosos y borrosos cuyas intermitencias sugieren presencias que sólo llegamos a
intuir. Sus imágenes en baja resolución, donde la electrónica y la circuitería
quedan a la vista, nos llevan a preguntarnos por el origen de la imagen y por
su poder de seducción, pero también por lo transitorio de la representación, y,
por qué no, de la vida.
Los LED y las bombillas que
parpadean en las obras de Jim Campbell que han estado expuestas estos meses en
la Fundación Telefónica le llevan a uno a preguntarse por el mecanismo de
construcción de la realidad que nos proponen las onmipresentes pantallas. Esas sombras
que pueblan sus paneles de luces no serían nada sin un cerebro que les dé forma
o una sensibilidad que les dé sentido. Esos seres que rescata Campbell gracias
al destello sincronizado de cientos, miles de puntos de luz, somos nosotros,
piezas labradas a base de memoria y recuerdos. Si las pantallas en alta
resolución de los modernos televisores, las tabletas o el móvil son sobre todo
una propuesta de evasión, los ingenios de baja resolución de Campbell son una
invitación a la introspección, al autoconocimiento.
Fotografías degradadas que
recuerdan los lienzos vaporosos de Turner, realidades desenfocadas que limitan
con la abstracción. Una vista de la fachada de la Biblioteca Pública de Nueva
York donde la solidez de la piedra contrasta con la fragilidad de unos
viandantes que son sombras que casi no vemos, fantasmas que entran y salen del
edificio y que son pura metáfora de lo transitorio. Como también lo son esas presencias
fugaces en el vestíbulo de la Grand Central Station, que van y vienen al ritmo
endiablado del transporte ferroviario en la gran ciudad, pero que los circuitos
artesanales de Jim Campbell nos muestran una y otra vez, para que nos
encontremos en ellas.
En una sala, Campbell recuerda
el día de la muerte de su hermano. Allí cada una de las 26 lámparas suspendidas
en el techo brillan y se desvanecen al ritmo de los acontecimientos del
fatídico dia, construyendo una crónica pormenorizada, y quizá por eso desdramatizada,
del fallecimiento. Jim Campbell es un cazador de sombras. Esos paneles, hechos
a base de cientos de bombillitas LED, circuitos y planchas de metracrilato, nos
muestran las siluetas amorfas de los viandantes anónimos en la gran ciudad. En
algún punto, las figuras anónimas de Campbell, construidas a base del parpadeo
de la electrónica, me recuerdan las multitudes desorientadas de los lienzos de
Juan Genovés.
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