Juan Cabrera / C. A. G.
Cuando uno ve el estupendo pero amargo documental de Asif Kapadia sobre Amy
Winehouse, le viene a la memoria otro celebrado retrato de músicos, el que
compuso hace tres años Malik Bendjelloul sobre la vida de misterioso cantante
estadounidense Sixto Rodríguez en Searching for sugar man. Sin embargo, la
trayectoria de uno y otro cantautor no tiene mucho que ver. En realidad, Amy
hace el camino contrario que Rodríguez. A éste la fama le llega al final de su
vida, como la justa y feliz recompensa a una existencia humilde y tranquila. Es
la restitución al artista dotado, admirado secretamente por muchos, pero
injustamente devorado por el anonimato y el olvido que impone la industria de
la música y el star system.
A Amy el estrellato le llega muy pronto. A los 19 años le ofrecen 250.000
libras sin haber grabado siquiera, para convertirse al poco en un fenómeno musical y
mediático de alcance mundial. En Amy, la vida es estridencia, un salto al
vacío y a la marginalidad, solo suavizado por la poderosa voz y la capacidad
casi mágica para poner en acordes el desgarro de la soledad, la infidelidad
amorosa, su adicción y el peso de la fama. De hecho, es sobrecogedor contemplar
cómo su vida se va fundiendo en muchos momentos con las letras de sus canciones,
demostrando que detrás de la voz hay mucho más, aunque no sea tan idílico como nos hacen creer.
Amy es un documental previsible, que se pliega a la cronología del desastre
que va envolviendo a su protagonista. Desde el primer minuto, uno masca la
tragedia de esa chica espabilada y caprichosa de familia judía en el norte de
Londres, una adolescente emocionalmente volcánica, pero dotada de una de las
voces más fascinantes de la música en los últimos años y de una capacidad
inaudita para convertir el sufrimiento y los reveses en letras dolorosas pero
certeras.
En un momento de la película, Tony Bennet, uno de los ídolos de Amy Winehouse, y con el que grabó algunos clásicos en los míticos Abbey Road de
Londres, reconoce que, si la cantante hubiera sido capaz de sobrellevar el peso
de la fama, se podría haber convertido en una de las grandes, a la altura quizá
de Ella Fitzgerald, Billy Holliday o Sarah Vaughan.
Como dice uno de los managers de Amy, la fama es una gran ola que todo lo
barre, un tsunami económico y emocional, y, por mucho que te digan, no te
puedes ni imaginar su efecto arrollador. Y hay que pasar por él, y para eso hay
que ir bien pertrechado. Y Amy, la niña vulnerable, caprichosa del norte de
Londres, no logró superarlo. Ella, que usó la música para amortiguar la
devastación del desamor, las drogas o el alcohol, finalmente fue sepultada por
sus éxitos y por el tinglado que se montó a su alrededor.
El documental del británico Asif Kapadia, que ya tuvo repercusión en su
momento contando otra historia trágica, la del piloto de fórmula uno Ayrton Senna, no es un prodigio formal, pero tiene fuerza. Además, sabe lidiar con el
problema que supone disponer de muchas horas de grabaciones donde la propia Amy
es protagonista, un problema que muchos documentalistas querrían para sí, pero
que puede dar lugar a productos excesivamente largos o reiterativos. Gracias
precisamente a esta abundancia de cortes con Amy en primera persona, grabados desde
su propio entorno, Kapadia se permite renunciar a los clásicos bustos parlantes
a la hora de ofrecer los testimonios de la familia, los managers o los amigos
de Amy. Eso da agilidad al relato, aunque a veces a uno le cueste identificar
quién habla.
Eso sí, en el debe de Amy hay que señalar que se trata de una historia de héroes y villanos. Los autores recurren a un
maniqueísmo sospechoso que cuestiona un tanto el resultado. Dos figuras salen perdiendo: el padre, que siempre vio a Amy como una máquina de hacer dinero y
la escalera para ascender socialmente, y el novio drogadicto, presentado como
una sanguijuela que se nutre de la debilidad y dependencia de la cantante. La otra
cara de la moneda son Nick Shymansky, su primer y paternal productor, la propia
productora Universal, que no en vano ha respaldado financieramente el
documental, y los amigos de juventud de la protagonista, un grupo al que
recurrió cuando peor se le pusieron las cosas.
Tampoco cuenta demasiado el documental de Kapadia sobre cómo se forja una figura musical como la de Amy Winehouse y en qué fuentes bebe para dar lugar a un disco como Back to Black. Ni de cómo funciona el mundo musical británico para seguir siendo la cuna de solistas y grupos de referencia. Muy de pasada se alude al paso de Amy por los ambientes underground de Camden, de su aversión al pop más estándar y de su amor por el jazz, un música que admiró pero nunca sintió como propia.
“Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a
pagar: con sudor”. Era lo que decía en aquella conocida serie de los 80 la profesora de
baile a sus nuevos alumnos. Ahora sabemos que esa misma fama
sencillamente te puede llevar a la tumba.
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