A propósito de la lectura de 'El aroma del tiempo', de Byung-Chul Han
Los libros del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han,
paradigma del divo intelectual contemporáneo, a la vez esquivo y popular,
tienen desde hace tiempo un éxito inmediato en las librerías de todo el mundo, ya que se suelen centrar,
desde un punto de vista lúcido y asequible a los lectores medios, en el hastío
del hombre contemporáneo ante la época que le ha tocado vivir. En su último ensayo
en ser traducido al castellano, El aroma del tiempo, Han analiza las causas
de la tiranía de la “vida activa” en nuestra sociedad.
Dejó anotado Pascal, en sus Pensamientos, que no hay “nada
tan insoportable para el hombre como estar en reposo total, sin pasiones, sin
asuntos, sin diversiones, sin empleos. Entonces siente su nada, su abandono, su
insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Al instante extraerá
del fondo de su alma el tedio, la negrura, la tristeza, el pesar, el despecho,
la desesperación”.
Parecería que Pascal anticipaba la vorágine
hiperactiva de nuestra civilización del espectáculo y la prisa, en la que nadie
puede aspirar a una vida “de verdad” sin estar permanentemente ocupado en
trabajar o divirtiéndose de forma frenética (o estudiando otro máster en marketing
digital o aprendiendo alemán o inglés o haciendo deporte o “relacionándose”
compulsivamente en las redes sociales).
Las razones de la crisis temporal que sufrimos
residen para Han, en que ya no vivimos conforme a una “estructura
ordenada”. Nuestro tiempo vital sufre lo que él denomina una “disincronía” porque se ha atomizado en múltiples y dispersos
momentos, dominados por la “absolutización
de la vida activa” y el “imperativo
del trabajo” productivo.
Asimilado al de las máquinas, “el trabajo se totaliza de tal modo que, más
allá del tiempo laboral, sólo queda matar el tiempo”. Así, el tiempo libre
se ha convertido en el equivalente a las paradas técnicas de los equipos
industriales, necesarias para recuperarse pero carentes de sentido profundo. “El tiempo sobrante, que se debe a un aumento
de la productividad, se llena con acontecimientos y vivencias superficiales y
fugaces” a las que nos dedicamos con fruición. Los productos y las
experiencias se consumen sin paradas, “el
ciclo de aparición y desaparición de las cosas es cada vez más breve”.
El círculo vicioso del trabajo cada vez más
productivo y del consumo desaforado elimina de la vida el sosiego, la duración,
lo permanente. Todo es fugaz, caduco y, por tanto, intrascendente, sometido al
imperativo del instante. Las reflexiones de Han transitan frecuentemente por Nietzsche, Arendt y Heidegger, mientras recorre alturas
filosóficas lejanas para luego bajar al suelo y concretar su pensamiento en
frases lapidarias, casi aforismos ("la narración da aroma al tiempo”, concluye Han, en una de
sus sentencias más afortunadas).
¿Cuál es la solución? Han nos propone recuperar ese
“aroma del tiempo”, combatir la “compulsión a la aceleración moderna” acabar
con la hiperactividad para recobrar la “vida
contemplativa” y reflexiva y recuperar un tiempo vital estructurado, humano
en suma. Hay que incluir elementos apacibles en nuestra vida cotidiana, reconquistar
la tranquilidad para tener acceso a lo reposado, rescatar el desvío y lo
indirecto, posponer el acto inmediato e irreflexivo…
El librito se lee tan rápido que se echa de menos
un poco más de profundidad en el análisis de la banalidad de nuestra vida
cotidiana, oscilante entre la alienación del trabajo y la estupidez de nuestro
ocio, y algo más de detalle sobre cómo conseguir “parar el tiempo”. Pero, en
ese caso, Han habría escrito un libro de autoayuda y no el lúcido ensayo
filosófico que es El aroma del tiempo.
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