En El niño descalzo, el
periodista Juan Cruz vuelve a conmover. Este libro –en realidad una larga
confesión- está hecho de uno de los materiales literarios que más me gustan, el
que gira en torno al tiempo –el perdido y el que tenemos por delante- y la
memoria que trabaja para recuperarlo, aunque sea infructuosamente. “Somos el
tiempo que nos queda”, recuerda Cruz con un punto de melancolía.
Juan Cruz, omnipresente desde hace
décadas en periódicos, radios y televisiones, quizá el tinerfeño más ubicuo e
hiperactivo que a uno le quepa imaginar, vuelve con El niño descalzo al
tono introspectivo y sincero que tan buenos resultados le dio en libros como Ojalá
octubre, dedicado al padre huidizo y enigmático, y La foto de los
suecos, recuerdo de la madre siempre vigilante, protectora, la alegría de
la casa.
El niño descalzo, en esencia una larga carta a su nieto de tres años, escrita para ser
leída por su adorado interlocutor cuando quizá el autor ya haya desaparecido,
marca otro capítulo de la cartografía sentimental del periodista y de su
familia. La observación atenta de Cruz a los andares inciertos del nieto le
sirven para rememorar tres infancias al tiempo: la suya propia, pobre, en un
barranco de La Vera, en Tenerife, en los años cincuenta; la de su hija Eva, en
el Londres incierto y brumoso de los setenta, y la del pequeño Oliver, un
motivo para la alegría y el reencuentro con la familia que no siempre estuvo
ahí.
El niño descalzo es un canto a la vida pasada, presente y futura, y a la risa
reparadora de la infancia, pero también la constatación de que la vida cobra
sentido a base de las ausencias, de las miradas y de los ojos que los ya no
están y tanto quisimos y admiramos, discretamente, o de los que simplemente nos
dieron calor y protección. Esos que se fueron y que ahora, malamente, la
palabra y el recuerdo nos devuelven.
Otra vez convierte Cruz en protagonistas
de su peripecia sentimental a la madre protectora que, como antesala de su
final, un día no quiso reírse y enmudeció, o al padre soñador y a ratos
ausente. Pero también hay un recuerdo al mentor del joven periodista, el
crítico literario Domingo Pérez Minik, o al destierro y la tragedia de Antonio
Machado y Federico García Lorca.
Cruz, periodista compulsivo, incansable,
que se va a jubilar haciendo periodismo, lo que no es poco en un país donde la
profesión anda de mal en peor, bucea en su pasado y en el de su gente a base de
oído y de afinar la mirada. “Mirar, mirar, mirar hasta el último instante. Mirar
te salva de estar solo, aún ahora”. Es la palabra como redención, como vía para
conjurar la soledad y el silencio, y también la angustia ante la muerte propia
y de los seres queridos.
La literatura más personal de Cruz, de
la que esta carta a Oliver es otro capítulo (y casi seguro que no el último),
es un intento de conectar a los que se fueron y a los que vendrán, porque unos
y otros, sin saberlo, se deben mucho. Y ahí está el periodista -¿o el poeta?-
para atestiguarlo y e ir atando cabos a golpe de confesión.
El oído de Cruz se recrea en la música
que dejan las palabras, las inconscientes y ocurrentes de su nieto, mientras
juega, ríe y llora, o las casi olvidadas del joven asmático que creció en el
Puerto de La Cruz, en el norte de Tenerife, subiendo y bajando por un barranco,
con los pies descalzos, y escribiendo las crónicas de los partidos de fútbol
que oía por la radio, sin saber que contar iba a ser su profesión, y su razón
de ser.
El niño descalzo es también un sutil ejercicio de impudicia, y eso es de agradecer
porque, a pesar de barnices varios, seguimos siendo un país demasiado recatado
en lo literario. Cruz, confeso admirador de Camus, se muestra temeroso ante la
muerte y reconoce los errores del pasado y el olvido de la familia por los
brillos momentáneos del éxito profesional o la vida crápula del literato y del
editor.
En fin, esta carta, que es memoria,
ficción y poema a la vez, arrebata por su sinceridad. Y a pesar de que a ratos
se vuelve demasiado tentativa y circular (quizá como este comentario), está
hecha de la literatura que más me interesa, la del tiempo que no volverá y la
memoria que, en vano, intentará recuperarlo. “Ahora sé que todo es tiempo, este
mismo texto es tiempo sobre el tiempo, una manera de atajarlo, el tiempo
inevitable es el que lo puebla”.
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