A propósito de la lectura de 'El comensal',
de Gabriela Ybarra
Algunos lo han presentado como una de
las grandes revelaciones literarias del año. No lo sé. Tampoco sé si se trata
de uno de esos títulos que cuando el filtro inapelable y a veces sorprendente
del tiempo haga de las suyas, va a seguir estando ahí. Sin embargo, sí creo que
El comensal, de Gabriela Ybarra, es un libro que conmueve hasta la médula, por
cuanto lidia con la mezquindad de la muerte sin razón a manos del terrorismo
etarra y con la crueldad de la enfermedad terminal. La muerte, tema tabú tantas
veces, aquí aparece por partida doble, y es tratada sin afectación, aunque con
hondura.
En la primera parte del libro, la que
más me interesa, Gabriela Ybarra, nieta del político y empresario vasco Javier
de Ybarra, narra con un estilo muy directo, claro y sin alardes el secuestro y asesinato en 1977 de su abuelo, el político y empresario Javier de Ybarra, un
patricio de Neguri que fue alcalde de Bilbao y presidente de la Diputación de
Vizcaya durante el franquismo, y presidente del diario El Correo Español. Y,
por extensión, nos cuenta la decadencia de la burguesía industrial bilbaína.
La autora, que nació en 1983 y que
siempre vivió ese capítulo como un agujero negro en la memoria de su familia,
logra revivir con unas pocas pinceladas los años de plomo en el País Vasco en
que nadie alzaba la voz y mucho menos se movilizaba en la calle ante las
tropelías del terrorismo de ETA. Los años en los que ser víctima no daba
derecho a casi nada y en los que las familias que sufrían la pérdida y el acoso
asumían resignadamente y en silencio un destino contra el que, según entendían
todos, nada se podía hacer. “Lo más que me pueden hacer es darme dos tiros”,
recuerda Gabriela que dijo su abuelo cuando sus captores le obligaron a dejar
la casa familiar que nunca más habría de pisar.
Esa recreación la logra la autora en
unas cuantas decenas de páginas de frases cortas y detalles bien elegidos, a
veces procedentes de recortes de hemeroteca y de retales de la memoria
familiar, pero también originados en la imaginación de la niña a la que siempre
se ocultó la tragedia. Al fin y al cabo, Ybarra no había nacido cuando los
encapuchados entraron en la casa del empresario y el relato familiar siempre
fue esquivo a la rememoración de los últimos días del patriarca. Gabriela
Ybarra cuenta realmente poco, y lo hace sin énfasis, con frases cortas y
continuos cambios de escenario, pero su libro deja poso y obliga a lector,
liberado de sentimentalismos, a completar por su cuenta el relato de una
desgracia tantas veces repetida.
En la segunda parte del libro, que es
menos redonda y precisa, Gabriela Ybarra nos cuenta la enfermedad que acabó con
su madre en 2011: el cáncer devastador que, ésta vez sí, vivió en primera línea
y que la llevó más tarde a mirar para atrás y preguntarse por la desaparición de su abuelo. Y otra
vez lo hace sin retóricas, sin alardes, y sin ocultar las miserias, las
flaquezas y el desgaste del que tiene que convivir con la destrucción durante
meses.
En El comensal hay un interés por
plasmar la perplejidad que produce la pérdida y por identificar el dolor. Y
también por mantener la memoria de los que tanto supusieron y que al cabo se
convierten en una imagen que se cuartea, enmudecida por el tiempo, ese filtro
que todo lo iguala. El comensal es también un libro sobre la soledad, del
que va a morir y también del que le acompaña, y sobre la incomunicación y los
silencios que marcan la convivencia con los seres queridos cuando ya el final
está escrito. Gabriela Ybarra se gana al lector por el camino más difícil, el
que está libre de sentimentalismos y autocompasión, y por eso su prosa,
distante a veces, cortante casi siempre, descreída, sigue resonando una vez uno
ha cerrado el libro.
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