miércoles, 4 de noviembre de 2015

Morir dos veces



A propósito de la lectura de 'El comensal', 
de Gabriela Ybarra

Algunos lo han presentado como una de las grandes revelaciones literarias del año. No lo sé. Tampoco sé si se trata de uno de esos títulos que cuando el filtro inapelable y a veces sorprendente del tiempo haga de las suyas, va a seguir estando ahí. Sin embargo, sí creo que El comensal, de Gabriela Ybarra, es un libro que conmueve hasta la médula, por cuanto lidia con la mezquindad de la muerte sin razón a manos del terrorismo etarra y con la crueldad de la enfermedad terminal. La muerte, tema tabú tantas veces, aquí aparece por partida doble, y es tratada sin afectación, aunque con hondura.

En la primera parte del libro, la que más me interesa, Gabriela Ybarra, nieta del político y empresario vasco Javier de Ybarra, narra con un estilo muy directo, claro y sin alardes el secuestro y asesinato en 1977 de su abuelo, el político y empresario Javier de Ybarra, un patricio de Neguri que fue alcalde de Bilbao y presidente de la Diputación de Vizcaya durante el franquismo, y presidente del diario El Correo Español. Y, por extensión, nos cuenta la decadencia de la burguesía industrial bilbaína.

La autora, que nació en 1983 y que siempre vivió ese capítulo como un agujero negro en la memoria de su familia, logra revivir con unas pocas pinceladas los años de plomo en el País Vasco en que nadie alzaba la voz y mucho menos se movilizaba en la calle ante las tropelías del terrorismo de ETA. Los años en los que ser víctima no daba derecho a casi nada y en los que las familias que sufrían la pérdida y el acoso asumían resignadamente y en silencio un destino contra el que, según entendían todos, nada se podía hacer. “Lo más que me pueden hacer es darme dos tiros”, recuerda Gabriela que dijo su abuelo cuando sus captores le obligaron a dejar la casa familiar que nunca más habría de pisar.

Esa recreación la logra la autora en unas cuantas decenas de páginas de frases cortas y detalles bien elegidos, a veces procedentes de recortes de hemeroteca y de retales de la memoria familiar, pero también originados en la imaginación de la niña a la que siempre se ocultó la tragedia. Al fin y al cabo, Ybarra no había nacido cuando los encapuchados entraron en la casa del empresario y el relato familiar siempre fue esquivo a la rememoración de los últimos días del patriarca. Gabriela Ybarra cuenta realmente poco, y lo hace sin énfasis, con frases cortas y continuos cambios de escenario, pero su libro deja poso y obliga a lector, liberado de sentimentalismos, a completar por su cuenta el relato de una desgracia tantas veces repetida.

En la segunda parte del libro, que es menos redonda y precisa, Gabriela Ybarra nos cuenta la enfermedad que acabó con su madre en 2011: el cáncer devastador que, ésta vez sí, vivió en primera línea y que la llevó más tarde a mirar para atrás y preguntarse por la desaparición de su abuelo. Y otra vez lo hace sin retóricas, sin alardes, y sin ocultar las miserias, las flaquezas y el desgaste del que tiene que convivir con la destrucción durante meses.


En El comensal hay un interés por plasmar la perplejidad que produce la pérdida y por identificar el dolor. Y también por mantener la memoria de los que tanto supusieron y que al cabo se convierten en una imagen que se cuartea, enmudecida por el tiempo, ese filtro que todo lo iguala.  El comensal es también un libro sobre la soledad, del que va a morir y también del que le acompaña, y sobre la incomunicación y los silencios que marcan la convivencia con los seres queridos cuando ya el final está escrito. Gabriela Ybarra se gana al lector por el camino más difícil, el que está libre de sentimentalismos y autocompasión, y por eso su prosa, distante a veces, cortante casi siempre, descreída, sigue resonando una vez uno ha cerrado el libro. 


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