A la memoria de Inés, profesora de EGB
Hace unas semanas me
enteré por el Facebook -ese chivato universal- de la muerte de Inés, mi
profesora de inglés en los tiempos remotos de la segunda etapa de la EGB, una
sigla que hoy no dice nada a nuestros hijos pero que ha vuelto a poner de moda
un libro nostálgico y edulcorado de dos blogueros perspicaces.
Inés apareció en mi
colegio de La Orotava como un elemento extraño y creo que, mientras allí
estuvo, nunca dejó de serlo. Inés nunca tuvo el cariño de los chicos ni
llegó a congeniar con el resto de profesores. Una
prueba es que Inés nunca fue “doña Inés”, un título que en mis tiempos de
escolar estaba reservado a los profesores más veteranos o a los que se hacían
respetar por su aspecto severo o porque daban muestras de dura intransigencia.
Aunque no creo que
pasara de los cuarenta cuando la conocimos, aquella mujer siempre tuvo aires de
jubilada del norte de Europa. Siempre con su falda escocesa y un jersey blanco
de lana y de cuello alto, una indumentaria quizá heredada de sus tiempos de
profesora en las frías tierras castellanas, pero que en Tenerife eran un
anomalía que difícilmente podíamos pasar por alto.
A Inés la recuerdo
garabateando en la pizarra, con la caligrafía ágil y descuidada de un profesor
universitario, los conceptos básicos de aquel inglés que tanto se nos iba a
atragantar a los de mi generación. Recuerdo su trabajada dicción y los gestos
exagerados de su cara, armonizando la lengua y los labios con el fin de
ayudarnos a reproducir las sutilezas de aquella lengua extraña llena de vocales
impronunciables.
Hoy el inglés está
omnipresente en nuestra vida y parcialmente se ha introducido en las
conversaciones a través de la tecnología, el deporte, el cine, las series de
televisión o la música. Además, en muchos colegios, los niños balbucean las
primeras palabras desde los dos o tres años. Pero a principios de los años 80,
cuando Inés apareció en nuestro colegio, un chico tenía el primer contacto con
ese idioma a la edad de 11 años, lo que lo condenaba a no dominarlo nunca, y, peor aún, casi siempre quedaba en manos de algún profesor inexperto.
No era el caso de
Inés, que marcaba, siempre con un punto de afectación, las sílabas y trabajaba
con denuedo la prosodia, y que nos presentaba el genitivo sajón y el verbo “to
be” como los pilares de una lengua que ella no sólo podía leer,
escribir y hablar, sino también desentrañar intelectualmente.
Desconozco los colegios por los que había pasado antes Inés, pero en el mío, en el de Ramón y Cajal, en La
Orotava, Inés fue siempre una incomprendida. Y sus expectativas, me temo,
siempre quedaron defraudadas. Mientras Inés escribía en la pizarra con la soltura
de un docente sobradamente cualificado, ingenuamente ajena al entorno, nosotros
nos pasábamos las tardes alborotando a su espalda, riendo y haciendo volar
lápices, tizas o bolas de papel de un extremo a otro del aula. En un guirigay
tal que hacía que las esforzadas y prolijas explicaciones de Inés nunca
llegaran más allá de la segunda fila de pupitres.
Un día Inés llamó a mi madre a su despacho.
Yo temí lo peor: que la desidia general me hubiera contagiado y que ahora
Inés quisiera vengarse de todos imponiéndome un castigo ejemplar. “Inés quiere ponerme
en evidencia”, pensaba según nos dirigíamos mi madre y yo a su despacho, un
cuarto humilde y un tanto caótico. Inés nos recibió con la cortesía justa y fue
al grano. “Su hijo pierde el tiempo en este colegio”, le vino a decir a mi
madre, y para solucionar el problema le propuso que el siguiente
curso lo empezara en un centro de su agrado, donde, según ella, las clases se
desarrollarían sin sobresaltos ni tormentas de lápices y bolas de papel, y donde
iba a poder avanzar al ritmo que mi curiosidad exigía. La propuesta nos
desconcertó y no supimos qué decir, pero mi madre se comprometió a darle una
respuesta rápida, pues el curso acababa y no había mucho tiempo que perder si
queríamos iniciar el papeleo que suponía cambiar de colegio.
Salimos de aquella
reunión algo confusos, pero también halagados de que alguien como Inés me
tuviera esa consideración y se preocupara por mí. Sin embargo, mi madre no
tardó en comunicarle que yo no cambiaría de colegio, alegando que, a aquellas
alturas de la EGB, cuando sólo quedaba un año para pasar a la secundaria, no
tenía sentido el cambio, y que, además, iba a echar mucho de menos a mis amigos
de siempre. Yo estaba de acuerdo.
Siempre me supo mal
que aquella profesora que con tanto ahínco nos intentaba transmitir los
rudimentos del inglés, que con tanta vehemencia nos hablaba del genitivo sajón
y del verbo “to be”, fuera ignorada por la mayoría y hasta vejada
por algún alumno con aire chulesco.
Siempre le estuve
secretamente agradecido a Inés, mi profe de inglés, por la atención que me
prestó. Hoy la recuerdo paseando por las calles de La Orotava, junto a su marido Hermenegildo, un extravagante catedrático de griego de secundaria, avanzando los
dos a paso ligero y agitando los brazos, quizá enfrascados en una amena charla
sobre la seducción de Lord Byron por la cultura clásica, o quizá lamentando ambos el escaso interés de los chicos por sus clases. Descanse en paz.
QUE VIVA LA OROTAVA!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarJUAN PUTOOOOOOOOOOOOOOOO AMMO