lunes, 2 de mayo de 2016

Inés y el genitivo sajón



A la memoria de Inés, profesora de EGB 


Hace unas semanas me enteré por el Facebook -ese chivato universal- de la muerte de Inés, mi profesora de inglés en los tiempos remotos de la segunda etapa de la EGB, una sigla que hoy no dice nada a nuestros hijos pero que ha vuelto a poner de moda un libro nostálgico y edulcorado de dos blogueros perspicaces.

Inés apareció en mi colegio de La Orotava como un elemento extraño y creo que, mientras allí estuvo, nunca dejó de serlo. Inés nunca tuvo el cariño de los chicos ni llegó a congeniar con el resto de profesores. Una prueba es que Inés nunca fue “doña Inés”, un título que en mis tiempos de escolar estaba reservado a los profesores más veteranos o a los que se hacían respetar por su aspecto severo o porque daban muestras de dura intransigencia.

Aunque no creo que pasara de los cuarenta cuando la conocimos, aquella mujer siempre tuvo aires de jubilada del norte de Europa. Siempre con su falda escocesa y un jersey blanco de lana y de cuello alto, una indumentaria quizá heredada de sus tiempos de profesora en las frías tierras castellanas, pero que en Tenerife eran un anomalía que difícilmente podíamos pasar por alto.

A Inés la recuerdo garabateando en la pizarra, con la caligrafía ágil y descuidada de un profesor universitario, los conceptos básicos de aquel inglés que tanto se nos iba a atragantar a los de mi generación. Recuerdo su trabajada dicción y los gestos exagerados de su cara, armonizando la lengua y los labios con el fin de ayudarnos a reproducir las sutilezas de aquella lengua extraña llena de vocales impronunciables.

Hoy el inglés está omnipresente en nuestra vida y parcialmente se ha introducido en las conversaciones a través de la tecnología, el deporte, el cine, las series de televisión o la música. Además, en muchos colegios, los niños balbucean las primeras palabras desde los dos o tres años. Pero a principios de los años 80, cuando Inés apareció en nuestro colegio, un chico tenía el primer contacto con ese idioma a la edad de 11 años, lo que lo condenaba a no dominarlo nunca, y, peor aún, casi siempre quedaba en manos de algún profesor inexperto.

No era el caso de Inés, que marcaba, siempre con un punto de afectación, las sílabas y trabajaba con denuedo la prosodia, y que nos presentaba el genitivo sajón y el verbo “to be” como los pilares de una lengua que ella no sólo podía leer, escribir y hablar, sino también desentrañar intelectualmente.

Desconozco los colegios por los que había pasado antes Inés, pero en el mío, en el de Ramón y Cajal, en La Orotava, Inés fue siempre una incomprendida. Y sus expectativas, me temo, siempre quedaron defraudadas. Mientras Inés escribía en la pizarra con la soltura de un docente sobradamente cualificado, ingenuamente ajena al entorno, nosotros nos pasábamos las tardes alborotando a su espalda, riendo y haciendo volar lápices, tizas o bolas de papel de un extremo a otro del aula. En un guirigay tal que hacía que las esforzadas y prolijas explicaciones de Inés nunca llegaran más allá de la segunda fila de pupitres.  

Un día Inés llamó a mi madre a su despacho. Yo temí lo peor: que la desidia general me hubiera contagiado y que ahora Inés quisiera vengarse de todos imponiéndome un castigo ejemplar. “Inés quiere ponerme en evidencia”, pensaba según nos dirigíamos mi madre y yo a su despacho, un cuarto humilde y un tanto caótico. Inés nos recibió con la cortesía justa y fue al grano. “Su hijo pierde el tiempo en este colegio”, le vino a decir a mi madre, y para solucionar el problema le propuso que el siguiente curso lo empezara en un centro de su agrado, donde, según ella, las clases se desarrollarían sin sobresaltos ni tormentas de lápices y bolas de papel, y donde iba a poder avanzar al ritmo que mi curiosidad exigía. La propuesta nos desconcertó y no supimos qué decir, pero mi madre se comprometió a darle una respuesta rápida, pues el curso acababa y no había mucho tiempo que perder si queríamos iniciar el papeleo que suponía cambiar de colegio.   

Salimos de aquella reunión algo confusos, pero también halagados de que alguien como Inés me tuviera esa consideración y se preocupara por mí. Sin embargo, mi madre no tardó en comunicarle que yo no cambiaría de colegio, alegando que, a aquellas alturas de la EGB, cuando sólo quedaba un año para pasar a la secundaria, no tenía sentido el cambio, y que, además, iba a echar mucho de menos a mis amigos de siempre. Yo estaba de acuerdo.  

Siempre me supo mal que aquella profesora que con tanto ahínco nos intentaba transmitir los rudimentos del inglés, que con tanta vehemencia nos hablaba del genitivo sajón y del verbo “to be”, fuera ignorada por la mayoría y hasta vejada por algún alumno con aire chulesco.

Siempre le estuve secretamente agradecido a Inés, mi profe de inglés, por la atención que me prestó. Hoy la recuerdo paseando por las calles de La Orotava, junto a su marido Hermenegildo, un extravagante catedrático de griego de secundaria, avanzando los dos a paso ligero y agitando los brazos, quizá enfrascados en una amena charla sobre la seducción de Lord Byron por la cultura clásica, o quizá lamentando ambos el escaso interés de los chicos por sus clases. Descanse en paz.


1 comentario:

  1. QUE VIVA LA OROTAVA!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
    JUAN PUTOOOOOOOOOOOOOOOO AMMO

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