El
azar, y no tanto el marketing o la fuerza de la novedad comercial, me
llevó a este libro. Buscando un vídeo para ilustrar el comentario
en este blog de Blitz, la última novela de David Trueba, encontré
una entrevista en televisión con el autor en el que el periodista,
para despedir la charla, le pedía una recomendación literaria, y
Trueba habló de Las pequeñas virtudes, de la italiana Natalia Ginzburg.
Las
pequeñas virtudes es en realidad una reunión de artículos
escritos por Ginzburg para varios periódicos y revistas entre el
final de la Segunda Guerra Mundial y los años 60. Como decía Trueba en aquella entrevista, son las reflexiones muy depuradas que sobre la
vida y las relaciones familiares nos deja alguien que ha tenido una
existencia intensa.
Nacida
Natalia Levi, en Triestre, la escritora se casó Leone Ginzburg,
activista antifascista y fundador de la prestigiosa editorial
Einaudi, con quien escaparía de la guerra a la región de los
Abruzzos. Leone no tuvo suerte y moriría ajusticiado por sus ideas
políticas.
Después
de la guerra, Natalia Ginzburg, con tres hijos, volvió a casarse.
Esta vez con Gabriele Baldini, estudioso de la literatura inglesa,
con el que tuvo otros dos vástagos. Ginzburg trabajó para Einaudi y
empezó a publicar novelas que en algún caso fueron un éxito de
ventas, como Léxico familiar, en realidad una memoria íntima
de su infancia y juventud. Viuda de Baldini desde 1969, Ginzburg
siguió ahondando en una escritura centrada en el microcosmos
familiar, aunque también participó en debates de la vida pública
italiana y acabó siendo elegida diputada en el Parlamento por el
Partido Comunista en 1983, ocho años antes de morir.
La
vida de Natalia Ginzburg es una historia de supervivencia. Primero,
por su ascendiente judío en una Italia que legitimaba la solución
final. Y, después, por ser mujer en un mundo, el de la literatura de
posguerra, dominado por los hombres. Ginzburg fumó, bebió y habló
como ellos, las vacas sagradas de la cultura italiana del siglo XX.
Eran los tiempos de Alberto Moravia, Giorgio Bassani, Primo Levi o de
sus amigos Italo Calvino o Cesare Pavese, ese “eterno adolescente”
mortificado por sus pensamientos y que en este libro tiene un
sentido recuerdo.
A
pesar de sus éxitos comerciales y de los muchos lectores que tenía,
en ocasiones fue públicamente menospreciada en Italia por dedicarse
a una literatura de “asuntos menores”. Como dice Andrés
Trapiello, Ginzburg escribe tan fino que casi no es literatura. Y,
además, su escritura está pegada a lo cotidiano y a los conflictos
familiares, protagonizados por madres estoicas e hijas desencantadas.
Si exteriormente Ginzburg proyectó la imagen de una intelectual en
toda regla, su literatura, sin embargo, siempre evitó el
culturalismo y los grandes debates filosóficos y estéticos de sus
compañeros de generación –suicidio incluido-.
Las
pequeñas virtudes se abre con un texto, Invierno en los
Abruzos, donde retrata certeramente la Italia pobre y oprimida que
había dejado la guerra. Ginzburg aguza el ojo y elige las palabras
justas, nunca pretenciosas ni rebuscadas, para hablarnos de su
destierro y el de su marido en esa región de Italia, y de la
idiosincrasia antigua de sus vecinos, donde los inviernos y las
heladas han mantenido la vida congelada prácticamente desde la Edad
Media. Desde la primera línea, su territorio es la realidad
observada y finamente descrita, con el trasfondo de la historia
familiar hecha a base de memoria y cierta fantasía.
En
otro artículo muy emotivo de este libro, El hijo del hombre,
publicado originalmente en 1946, nos habla de la confianza perdida y
de la angustia que va acompañar de por vida a los que vieron abatida
su casa por la guerra y sintieron aporreada la puerta en mitad de la
noche y tuvieron que vestir a toda prisa a los niños para salir
huyendo.
En
otro texto retrata con amable picardía a los ingleses después de
observarles tras una estancia en Londres con se segundo marido, que
dirigió allí el Instituto Italiano de Cultura. Ginzburg tiene la
habilidad de saber leer en la superficie (en el cielo gris, en la
disposición de las casas en los eternos suburbios de Londres, en los
anuncios de comida, en la monotonía de los pubs o en la conversación esquiva pero educada) para desentrañar el alma de los
británicos.
Su
manera de entender el oficio de escribir también ocupa algunas
páginas de Las pequeñas virtudes. En un revelador texto
publicado en 1949, Mi oficio, Ginzburg cifra su estilo y
ambición literaria y nos dice que ante todo siempre quiso evitar “el
peligro de estafar con palabras que no están verdaderamente en
nosotros, que hemos encontrado por casualidad fuera de nosotros y que
reunimos con destreza porque hemos llegado ser bastante listos”.
Aunque
no fue una feminista furibunda, Natalia Ginzburg tuvo de defenderse
de los velados ataques y menosprecios que sufrió por su condición
de mujer escritora. En Él y yo, un trabajo que tiene la gracia del contrapunto musical, se venga construyendo un retrato paródico de su marido en esos
momentos, Gabriele Baldini, un hombre dominante, extrovertido y con
una curiosidad intelectual desmedida. Un retrato que finalmente se
vuelve una amarga reflexión sobre los efectos del paso del tiempo en la pareja y la corrosión de lo cotidiano en el amor primerizo.
El
libro se cierra con dos textos luminosos y que, como decía Trueba en
televisión, demuestran hasta qué punto las reflexiones en primera
persona de Natalia Ginzburg son vida depurada, con sus complejidades,
miserias y esplendores, reflexiones con las que cualquiera podrá identificarse. En Las relaciones humanas nos habla
de esa cadena vital que va de los miedos infantiles al aturdimiento
de ser padre, pasando por las imposturas juveniles. Esa cadena de
emociones que identificamos cuando nuestro hijo en plena pubertad
empieza a mirarnos con los mismos ojos de piedra con que nosotros
miramos a nuestros padres tantos años atrás, en un retorno
inesperado del desencuentro.
Y en Las pequeñas virtudes, el trabajo que da título a todo el
volumen, nos da una lección a los padres que volcamos en nuestros
hijos nuestras frustraciones para convertirlos en la obra que nunca
pudimos acabar, como si, “por haberlos procreado una vez,
pudiéramos seguir procreándolos a lo largo de toda la vida”.
Aunque
Natalia Ginzburg escribió los textos de Las pequeñas virtudes en los tiempos ya remotos y grises de la posguerra mundial, con un
continente que a duras penas dejaba atrás la devastación del
fascismo, sospecho que sus reflexiones dirán mucho más a los
lectores de hoy –jóvenes y mayores- que muchas de las cosas que dejaron escritas las vacas sagradas a las que Ginzburg secretamente envidiaba y con las
que compartió charla, tabaco y alcohol. Yo ya me he marcado como
próxima lectura su Léxico familiar, que recientemente volvió a publicar
Lumen. En fin, todo un descubrimiento.
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