Ir a votar en Madrid la soleada mañana del domingo 26-J de repente perdió todo su sentido. Después del terremoto del Brexit el jueves anterior, las Generales en España se han convertido en un asunto descafeinado, secundario, previsible y falto de la sustancia y del drama que tienen los grandes giros de la Historia. El shock que me produjo el inesperado recuento nocturno de los votos a favor del “leave” y del “remain” me ha dejado sin reflejos para apreciar las sutilezas y los pálpitos de la tediosa política nacional. Como si nos jugásemos mucho más en Londres que en Madrid.
Y eso que a mí no me dio por maldecir a Boris Johnson, a la Reina Isabel o a las baked beans, como sí hizo una amiga nada más conocer el inesperado resultado. A mí, como a muchos españoles que trabajan en Londres, Manchester o Edimburgo, o como muchos británicos que viven en Barcelona, Málaga o Palma de Mallorca, el resultado del Brexit me llenó de una pena sin consuelo posible, y de cierta inquietud. Ver en casa, a primera hora del viernes 24 de junio, sin haber siquiera espantado del todo el sueño, el resultado del nefasto escrutinio fue el comienzo de un duelo en toda regla. Un “shock emocional” del que a duras penas me recupero.
Los ingleses, a pesar de la deliberada altivez que se les atribuye, de la frialdad que aplican a las relaciones para mantener siempre engrasada la maquinaria social o de la obsesión que muestran por subrayar las diferencias con el resto los terrícolas, son una pieza clave de la educación sentimental de los que, como yo, crecieron escuchando su música o envidiando secretamente su estilo de vida, ese cóctel de sentido común, estilo directo, buenas costumbres, fair play, civismo, humor ligero y autocrítica que tan refrescante se nos hace a los continentales del sur, siempre tan prolijos y dispuestos, en cambio, a fardar de lo que no tenemos, ignorar las virtudes de los demás o a entrar en inútiles discusiones de bar sobre cómo salvar el mundo mientras que a nuestro alrededor todo se va al garete.
En Londres, en Edimburgo, en los tiempos en que un joven Tony Blair reinventaba la rueda con la “tercera vía” y por fin arrebataba el poder al eterno Partido Conservador, viví las últimas primaveras de mi juventud, lavando platos, haciendo camas y aprendiendo un poco de inglés aquí y allá. Con las estrecheces y las penalidades sin cuento del que no lleva una libra en el bolsillo y anda sin padrinos, pero con la felicidad infinita del que no tiene nada que perder y cada día está dispuesto a descubrir el Mediterráneo.
Yo también tuve que irme, a mediados de los noventa, de una España momentáneamente colapsada y que, de un día para otro, dejó sin oportunidades a cientos de miles de chavales que terminábamos la universidad sin más perspectiva que la cola del paro. Y llegué a un Londres inconmensurable, multicultural, demasiado complejo y prohibitivo que, más pronto que tarde, me dejó exhausto y con ganas de no volver en mucho tiempo.
Sin embargo, allí, en esas Islas que después del Brexit andan un poco más lejos y a la deriva, y donde, por lo visto, perder los papeles también es posible, encontré una sociedad a imitar en muchos aspectos, mucho más diversa, dinámica y constructiva que la española, e intelectualmente más seria y más madura, a pesar de tanto tabloide amarillista. El Reino Unido que yo descubrí en los tiempos en que Tony Blair emergía con aires de estrella de rock era un país que, a pesar de su decadencia y no hacer demasiado para achicar desigualdades, seguía dando a todos muchas más oportunidades que el nuestro y que sobre todo permitía a cada cual tener una vida a la medida de sus aspiraciones. Un sueño para los chicos españoles de aquel entonces que nos tocó irnos, y una utopía para los que hoy tienen que hacer las maletas. Por esto, y por algunas cosas más que el pudor me impide compartir, a mí también el Brexit me ha dejado muy tocado.
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