lunes, 20 de junio de 2016

Las tribulaciones de Dmitri Shostakóvich



A propósito de la lectura de
'El ruido del tiempo', de Julian Barnes

Desde su muerte, en 1975, hay un debate abierto entre historiadores y especialistas en el mundo de la música que intenta aclarar hasta qué punto Dmitri Shostakóvich fue sobre todo un compositor disidente en toda regla o más bien aprovechó su cercanía al régimen soviético para vivir en los beneficios de la cultura oficial, a pesar de no comulgar con ella ni en lo estético ni en lo político.


Lo que sí es verdad, y ese es el punto de partida de 'El ruido del tiempo', la última novela de Julian Barnes, es que Shostakóvich vivió siempre vigilado y amenazado, y eso se notó en su peripecia vital y en música, escrutada al detalle y censurada por el régimen, y autocensurada por el autor, quien en muchas ocasiones mandó al cajón las piezas que componía para no levantar las sospechas de los guardianes de la ortodoxia. Shostakóvich alternó la audacia de sus cuartetos de cuerda con el compromiso que le demandaba el aparato estalinista, y que le llevó a componer música para películas oficiales y sinfonías que, como la Quinta, fueron entendidas por el stablishment soviético como un loa al sistema.


‘El ruido del tiempo’ es un monólogo interior –en tercera persona- que se detiene en varios momentos clave de la vida de Shostakóvich y que nos dan idea del alcance de sus tribulaciones. El primer episodio es el del estreno en el Bolshoi de Moscú de su ópera 'Lady Macbeth de Mtsensk', con el demoledor editorial posterior del diario Pravda -quizá escrito por el propio Stalin- que tacha al joven y dotado músico de San Petersburgo de decadente y le acusa de producir “caos en lugar de música”. Un encontronazo que marcará de por vida la relación de Shostakóvich con el dictador y con el poder soviético.


Más tarde, en 1948, Barnes relata el viaje forzado a Nueva York que hace el músico para representar a su país en un congreso internacional sobre cultura y ciencia, una encerrona que le lleva a leer ante los muchos admiradores extranjeros de su obra un discurso propagandístico escrito por los burócratas del régimen para poner en evidencia a las democracias occidentales. Y, ya en tiempos Nikita Jrushchov, cuando “los tiempos difíciles” habían acabado y el régimen se afanaba en legitimarse ante el mundo rehabilitando a algunas de las figuras que Stalin condenó, Barnes sitúa las páginas finales de su novela. Como colofón nos cuenta el tira y afloja de la burocracia oficial con Shostakóvich para que éste aceptara la presidencia de la Unión de Compositores Rusos, algo que finalmente hizo muy a regañadientes porque llevaba como condición previa su afiliación al partido comunista, un gesto que había evitado toda su vida y que a partir de ese momento iba a quedar como una muestra inasumible de su cobardía.


Este libro, que algunos han tachado de fallido, banal e ingenuo, nos deja en la memoria una estampa inquietante, la del músico atemorizado que cada noche, durante meses y años, se viste y sale, maleta en mano, al rellano de la escalera del piso donde vive para esperar, en la oscuridad interrumpida por la brasa de un cigarrillo nervioso, la llegada del agente que lo detendrá y lo apartará para siempre de su familia y de sus seres queridos. Dmitri Shostakóvich vivió, como tantos otros, el miedo eterno de los que no se dedicaron en cuerpo y alma a cantar con su arte las grandezas de la revolución obrera, y, sólo bajo amenaza, se avinieron a mostrar su adhesión al régimen sanguinario de Stalin.


Es posible que la imagen del Shostakóvich inconformista y atormentado en lo íntimo que nos deja Barnes sea rebatible. Al fin y al cabo, el músico, admirador confeso de Stravinsky, tuvo cintura siempre para adaptarse y vivir cómodamente. Lo hizo componiendo una música asequible para la que en realidad estaba demasiado dotado, o firmando unos artículos complacientes que no salieron de su puño y letra, o evitando amistades que lo habrían puesto en el punto de mira de unos burócratas sin escrúpulos. De hecho, el compositor de sinfonías que hoy se tocan regularmente en todo el mundo y son admiradas por muchos, murió apaciblemente, pero con todos los honores, en un hospital de Moscú, aquejado de un cáncer de pulmón que le dejó su adicción al tabaco. Su obituario fue firmado por 85 personalidades entre las que estaba el jefe supremo en ese momento del régimen, Leonidas Brezhnev.


Es verdad que muchos otros, cientos de miles o millones, fueron maltratados y exterminados anónimamente en campos de trabajo. En el mundo de la cultura, también fueron muchos los compañeros de Shostakóvich que no tuvieron suerte y desaparecieron una noche, sin despedirse, mientras quizá esperaban vestido y, con maleta en ristre, en el rellano de la escalera. Sin embargo, las tribulaciones y los miedos de Dmitri Shostakóvich, referidos por Barnes con precisión y sin subrayados, son un buen recordatorio de lo difícil que pueden ser las relaciones entre el poder y el arte. Y, a pesar de su aparente frialdad, el libro nos transmite ese aire opresivo que se cierne sobre los que no sucumben al fanatismo y luchan por guardarse un gramo de dignidad en medio del oprobio, aunque sea en la intimidad más inconfesable y oscura.      

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