A propósito de la lectura de 'Patria',
de Fernando Aramburu
Hubo en tiempo, a finales de los 70, en que los asesinatos de guardia civiles y militares a manos de ETA casi no tenían repercusión en la prensa. Más tarde, la escalada de los atentados y la sinrazón del fanatismo ideológico en el País Vasco hizo a muchos percibir que aquello era intolerable y que, además, de una u otra manera, nos afectaba a todos. Sin embargo, y a pesar de la crudeza de los coches bomba que sembraban de cadáveres calles y plazas de todo el país, de los artefactos detonados en las casas-cuartel o de los secuestros con final trágico, como el de Miguel Ángel Blanco, en el País Vasco se instaló durante décadas una violencia silenciosa que siguió pasando desapercibida, una guerra civil larvada entre los autoproclamados defensores de la patria y los que, por no compartir su fanatismo, quedaban al otro lado y eran marcados con la cruz eterna de la sospecha y la ignominia.
Este libro de Fernando Aramburu nos habla de esa herida abierta, lacerante, que no ha sido tan protagonista en los medios de comunicación, pero que, como una lluvia fina que acaba calando, ha terminado por devastar la vida de tanta gente corriente en tantos pueblos de Guipúzcoa o Vizcaya, y ha obligado a callar a muchos y a dejar su tierra a otros que no pudieron con el miedo y el amedrentamiento.
No sé si Patria es el mejor libro del año en España, pero entiendo que a muchos les hayan enganchado y emocionado hasta la médula las peripecias y los sentimientos encontrados de esas dos familias de un pueblo de Donostia, amigas en otro tiempo, y condenadas a enfrentarse por la deriva fanática de algunos de sus miembros. Aramburu da muestras de un excelente oído para dar cuenta del discurso interior de los muchos personajes de su novela, tan variados como pueden ser las opciones vitales y políticas en una sociedad compleja, por más que algunos se hayan afanado durante décadas para imponer un discurso de buenos y malos, de integrados y periféricos, de purasangres y maquetos/españolitos.
El relato se articula en torno a la complicidad primero y el enfrentamiento más tarde de Miren y Bittori, las dos amas que en primer plano o en la sombra marcan el tono emocional del relato y que en ocasiones me recuerdan a aquella espléndida Carmela Soprano de la popular serie de televisión. El drama en Patria es más sentido y cercano porque Aramburu no nos habla de militares o políticos que, sabedores de las consecuencias, aceptaron el riesgo de llevar la contraria, sino de gente corriente que va a trabajar, que cultiva el huerto y que se divierte montando en bici o preparando un pescado al horno en una sociedad gastronómica, y que, por la sinrazón y el resentimiento de clase de algunos, amigos antaño, tendrán que sufrir años de escarnio, humillaciones y pintadas premonitorias antes de acabar con sus huesos en la tumba de un cementerio que no es el suyo, para no levantar suspicacias entre los matones.
Patria es un cuento de 600 páginas sobre la imposibilidad de olvidar y la necesidad del perdón, una historia inolvidable y que uno no quiere que se acabe a pesar del dolor contenido. Un cuento que parte de la realidad más cotidiana y creíble, pero que, en algún momento, y por exigencia de un guión que vuelve al punto de retorno, consigue trascender, suspender esa oscura de realidad de partida y convencernos de que después de tantos años de lluvia y ventarrón, el sol sigue estando ahí arriba.
Muchos dicen que, ahora que ETA ha dejado de matar y que se vislumbra un futuro en paz en el País Vasco, está por escribirse el relato que va a quedar a nuestros hijos de los años negros de terrorismo independentista. Que está en juego el recuerdo que va a quedar para la posteridad de estos tiempos de barbarie. Si es así, el libro de Aramburu llega en buen momento. Con su prosa cristalina y recurriendo siempre a personajes y situaciones creíbles y emotivas, Patria va a contar a los que vengan el drama oculto del terrorismo en el País Vasco.
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